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Jeff Faux: Repensar el TLCAN después del colapso de Wall Street

Al competir por los votos de los obreros durante las elecciones primarias del Partido Demócrata en la primavera pasada, Barack Obama y Hillary Clinton prometieron renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con el fin de sumar mecanismos de protección para los trabajadores y el medio ambiente. La idea fue de inmediato considerada por las clases políticas de Estados Unidos, México y Canadá como retórica excesiva de campaña que pronto se olvidaría. Después, en efecto, pareció que tanto Obama como Clinton se retractaban de lo que habían dicho.

Sin embargo, como el colapso de los mercados financieros estadunidenses va a debilitar los supuestos en que se han basado las relaciones económicas entre Estados Unidos y México desde la entrada en vigor del TLCAN, el resultado puede ser una oportunidad no sólo para corregir las asperezas del tratado, sino para reformular la economía de América del Norte y funcione para la gran mayoría de ciudadanos de los tres países, no sólo para las elites que originalmente lo negociaron.

El TLCAN fue el prototipo para la red de acuerdos económicos neoliberales que ahora cerca al planeta; con el eufemismo “libre comercio” socavó la capacidad de los habitantes de cada nación para decidir sus propias políticas sobre la inversión, la propiedad intelectual, las finanzas, las adquisiciones y otros instrumentos de desarrollo económico. En esencia, el TLCAN es la “Constitución” que rige la economía de esta parte del continente, fomentando la posición negociadora de un solo tipo de participante del mercado: el inversionista corporativo multinacional.

Por lo tanto, no debería sorprendernos que el ingreso y la riqueza se hayan trasladado de la clase trabajadora a la clase inversionista en la región. En las tres naciones los salarios reales (ajustados de acuerdo con la inflación) se han rezagado respecto al incremento de la productividad laboral, y la diferencia ha ido a parar a los bolsillos de quienes administran y son dueños de las empresas corporativas.

La promesa de que el TLCAN generaría altos niveles de prosperidad sostenida para los mexicanos comunes fue, por supuesto, una ilusión. Pero el impacto político y social ha sido amortiguado por el continuo crecimiento económico estadunidense, que permite que las elites mexicanas exporten una parte de su pobreza y desempleo a ese país. La situación beneficia a los ricos y poderosos de ambos lados de la frontera. Las elites mexicanas se deshacen de trabajadores frustrados y con deseos de superación, que podrían causar problemas políticos en casa; al mismo tiempo, sacan provecho de las abundantes remesas de divisas que llegan a la economía mexicana. Los empresarios estadunidenses se benefician con una oferta nueva de mano de obra barata.

Pero el crecimiento mismo de Estados Unidos durante los 20 años pasados descansó en una ilusión; es decir, podrían continuar eternamente comprando al resto del mundo más de lo que le estaban vendiendo y financiar el déficit comercial por medio de préstamos del extranjero con bajas tasas de interés. Quienes proporcionaban estos créditos estaban dispuestos a reciclarlos porque confiaban en la integridad de las instituciones de Wall Street, en la capacidad de sus administradores y en la estabilidad del dólar estadunidense. Esta confianza ha disminuido de manera considerable, si no es que se ha hecho añicos.

Incluso si el rescate de 700 mil millones de dólares de Wall Street lograra apaciguar los mercados crediticios, la economía de Estados Unidos entrará a un largo periodo de reducción de gastos. Se necesitará una década o más para que el mercado inmobiliario se recobre lo suficiente y los consumidores de nuevo hagan uso de él, elevando los precios con el fin de financiar su gasto de consumo. Las tasas de interés serán más altas. Los muy endeudados consumidores estadunidenses, que han visto sus recibos de nómina estancados por dos décadas, ahora se verán forzados a vivir de acuerdo con sus medios, a ahorrar más y a gastar menos, sobre todo en importaciones, que serán más caras debido a un dólar débil. Para cerrar el déficit comercial, Estados Unidos tendrá que exportar más, pero como tantas industrias ya se han ido al extranjero, los estadunidenses se verán obligados a competir con base en salarios más bajos. Los costos del rescate, del imperio militar y los apoyos a los deteriorados sistemas de salud, educación y de pensiones significarán impuestos más altos, reducción de los servicios gubernamentales y la caída de los estándares de vida de la familia estadunidense promedio. Entre otras consecuencias, es probable que la hostilidad hacia la inmigración continúe afianzándose, cerrando así esta válvula de seguridad que hasta ahora atenuaba las tensiones sociales en México.

La era en la que el crecimiento de la economía de Estados Unidos, alimentada por la deuda, podía continuar ocultando el incumplimiento de las promesas del TLCAN ha terminado. Sin embargo, la integración de la parte norte del continente americano no puede revertirse. Hay demasiados vínculos económicos, financieros y personales entre las tres naciones para separarlas. Así que es hora de empezar desde cero.

Es posible imaginar una perspectiva diferente de la economía de América del Norte. Una en la que los derechos humanos, la estabilidad comunitaria y la justicia económica tengan prioridad sobre los derechos del capital a oprimir a los tres países en nombre de la rentabilidad privada. Pero es imposible imaginar que estos valores sean negociados por la misma clase de elites transfronterizas que nos llevaron al TLCAN.

Ya hace tiempo que en los tres países existe resistencia contra el TLCAN entre pequeños agricultores, gremios laboraales, ambientalistas y ciudadanos comunes indignados por la desintegración social y la inequidad que fomentó la integración económica. Pero a diferencia de las asociaciones políticas entre las elites de esta parte del continente, la resistencia en cada una de estas naciones está aislada, no funciona y no ha creado alianzas políticas transfronterizas serias. De este modo, por ejemplo, cuando los agricultores mexicanos se manifestaron en favor de una revisión del capítulo agrícola del TLCAN, los embajadores de Estados Unidos y de Canadá los trataron con desprecio. Si los agricultores hubieran sido apoyados por sindicatos y ecologistas estadunidenses y canadienses, hubiera sido más difícil que el gobierno mexicano desoyera sus demandas.

Construir una alianza política transfronteriza de izquierda no será fácil, sobre todo porque muchos grupos antiTLCAN de los tres países han expuesto sus razones con argumentos nacionalistas. Pero, mientras los cimientos económicos de la constitución neoliberal de la economía de América del Norte continúen desmoronándose, puede existir una oportunidad para que un movimiento popular desafíe a la clase corporativa con una perspectiva diferente y más atractiva sobre el futuro regional.

Jeff Faux: Economista, fundador y miembro distinguido del Instituto de Economía Política en Washington, DC. La Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) ha publicado en español recientemente su libro La guerra global de clases.

Traducción: Pilar Castro Gómez

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Arnaldo Córdova: El saqueo del agro

El capitalismo moderno, basado en el uso de mano de obra asalariada, no nació en las ciudades, aunque en éstas las actividades mercantiles y financieras fueron comunes. Adam Smith, en su monumental Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, hizo ver que los primeros capitalistas de Inglaterra fueron los arrendatarios de tierras pertenecientes a los landlords (terratenientes) y que, para trabajarlas, empleaban mano de obra asalariada. Entonces nació el concepto de renta, que Smith desarrolló y que Marx redondeó en El capital. El mismo Marx anotaría, en su manuscrito sobre las formaciones precapitalistas de producción que las grandes fábricas manufactureras tampoco nacieron en la ciudad, debido al dominio corporativo y político de los gremios, sino en las aldeas, vale decir, en el campo.

El maestro Jesús Silva Herzog (el grande) señaló en alguna ocasión que en México, como en todo el mundo, había pasado lo mismo. Y daba como ejemplos las haciendas azucareras de Morelos y henequeneras de la Península de Yucatán (se podrían agregar las pulqueras de los valles de Apan, o las guayuleras del norte medio de México y tantas otras). Antes, sólo había capitalismo usurario si es que a eso se le puede llamar capitalismo y explotación mediante esclavos. El campo es el hogar primigenio del capitalismo moderno.

Durante los años sesenta y parte de los setenta, los historiadores de la economía mexicana y la sociología latinoamericana de aquellos años pusieron énfasis en el fenómeno típico de nuestra historia: el saqueo del campo como base para la formación del capitalismo que, a raíz de ello, se volvió urbano. Cuánto crecía el capitalismo, cuánto se sacaba del agro para alimentarlo y financiarlo: esa era la fórmula. Después de aquellos años de despegue intelectual, no he sabido que los economistas se hayan vuelto a ocupar del asunto: el saqueo indiscriminado e inmisericorde del campo para hacer crecer nuestra economía capitalista.

En una ocasión, en los días en que se estaban discutiendo las cláusulas agrícolas del Tratado de Libre Comercio, le oí decir a mi amigo Rolando Cordera: “Después de cincuenta años en los que le dieron en la madre al campo, haciéndolo totalmente inviable, ahora nos van a llenar de exportadores aguacateros y hortaliceros y los demás se van a ir al demonio”. Debo decir que a Rolando no le parecía despreciable el TLCAN. Los resultados parecen estar a la vista después de quince años: ese tratado fue hecho para los exportadores de productos agrícolas que la economía norteamericana necesitaba.

A algunos derechistas les he escuchado que, en su opinión, ha sido una necedad “histórica” querer hacer de México un país cerealero, cuando su territorio no tiene vocación para ello. Les he preguntado qué piensan del maíz y me contestan tranquilamente: “ése se puede comprar en cualquier parte del mundo”. Ellos creen que los mercados internacionales siempre dan lo que se les pide y no reparan en las recurrentes fluctuaciones bruscas de precios ni que los mercados pueden cerrarse por presiones políticas y, ciertamente, nuestra soberanía alimentaria les importa un bledo. Según ellos, nosotros deberíamos producir para hacer negocio, lo demás son pamplinas o babosadas de un pasado que más nos conviene olvidar.

Unos cinco años después de que se firmó el tratado, el socarrón de Salinas de Gortari (todavía gobernaba Zedillo) dijo que él había esperado que se tomaran las medidas necesarias para transformar la economía rural de México; si no se había hecho, dijo, pues eso ya no era culpa suya. Tal vez, lo que quiso decir fue que el gobierno había sido tan tonto que no había apoyado a sus exportadores del campo, pero no dijo nada sobre lo que había que hacer con los maiceros, los frijoleros, los azucareros o los productores de leche. ¿Cómo transformarlos a ellos en exportadores a la medida de nuestra integración a Norteamérica? Si están fuera de la competencia, ¿qué otras opciones podrían tener en el resto de la economía?

Desde aquellos años creo que todos debimos haber entendido la clave del asunto: hacer de nuestra economía agrícola una economía exportadora neta y mandar al diablo a todos lo que no encajaran en el propósito. Creo que así razonaron los salinistas y ni siquiera pensaron en que millones de seres humanos iban a perecer en este intento modernizador. Ahora, ¿qué vamos a hacer con los que no pueden exportar sus productos? Pero, sobre todo, ¿qué vamos a hacer con ellos cuando necesitamos desesperadamente lo que producen para nuestro consumo, como el maíz blanco, el azúcar o la leche y no les pagamos lo que cuesta producirlos ni los subsidiamos adecuadamente?

El mismo maestro Silva Herzog dijo en aquella ocasión que el mayor saqueo que se había hecho al agro era el de su mano de obra. Esa ya no se la creí tanto, pero ahora veo que también en eso tenía razón: aunque hoy tal vez una mayoría de quienes se van a Estados Unidos son citadinos (y defeños), la verdad es que nuestros campos se han despoblado monstruosamente y corremos el riesgo de que ya no tengamos en el corto plazo quién nos alimente. ¿Ahora tendremos que comer tortillas de maíz amarillo que es sólo para animales y acabar envenenándonos? El emporio maicero del Valle de Culiacán ha sido obligado, una vez más, a vender su riquísima producción al precio que el gobierno y los acaparadores dictan.

Con las grandes movilizaciones de los productores y trabajadores del campo en contra del TLCAN en su capítulo agrícola, sólo dos cosas parecen todavía planteables: o se denuncia en esa parte el tratado, como se demanda, o se instrumenta con la mayor rapidez una política de fomento de la producción que nos alimenta y que nos debe interesar. Lo primero significaría poner en predicamento a los exportadores que han gozado de las ventajas del tratado; lo segundo parece impensable. O sea que las dos cosas son imposibles. La derecha que nos gobierna no aceptaría ninguna de ellas. Pero para nosotros la segunda resulta vital.

No sé cuánto se requeriría para refaccionar a nuestros productores no exportadores (que producen para alimentarnos), pero sospecho que no debe ser mucho. Bastaría, creo, una décima parte de los excedentes petroleros para reavivar nuestra vital economía rural productora de alimentos y ponerla a salvo de la invasión inminente de productos baratos y de mala calidad que se avecina y que, de hecho, ya está aquí. Pero a los derechistas en el gobierno eso les debe parecer una estupidez. Creo que no se han dado cuenta de la tremenda fuerza social a la que están desafiando. De cualquier forma, hay que admitir que quienes ahora se pronuncian contra el tratado lo hacen demasiado tarde. Demasiado tarde para desgracia de todos nosotros, productores y consumidores.

A mi entrañable Ruy Pérez Tamayo con afectuosa solidaridad

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/02/17/index.php?section=opinion&article=022a2pol

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