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Ángel Guerra Cabrera: Paraguay despierta

El ascenso de Fernando Lugo a la presidencia de Paraguay es otro jalón en la ola transformadora de América Latina, nutrida de sustanciosas y multicolores savias populares. Lugo encarna el cristianismo de profunda entraña ética que alumbró en el Nuevo Mundo cuando Bartolomé de las Casas abogó en defensa de sus pueblos originarios, luego resonante de tintes indígenas y africanos en las campanadas libertarias de Dolores, hasta sentar en la segunda mitad del siglo XX, con la teología de la liberación, una impronta en la lectura de los evangelios abrazada definitivamente a los pobres de la Tierra y enriquecedora de las corrientes laicas del pensamiento revolucionario latinoamericano.

Su memorable discurso de toma de posesión evoca la fecunda tradición de experiencias emancipatorias muy diversas que han hecho posible y perfilado el gran cambio latinoamericano actual, y se pronuncia ardorosamente por la pertinencia de su rescate. Pese a que los tiempos que corren –afirmó– se obstinan en demostrarnos que el pasado es una construcción sin implicancias en el devenir, nosotros queremos encontrar sus valores y sus signos para que en la semiótica del futuro se encuentren nítidas las motivaciones que claman por un mañana que reitere los logros y no repita los errores.

Al reivindicar a Gaspar Rodríguez de Francia y a los López, padre e hijo, como referentes del proceso que inicia en Paraguay, Lugo se colocó en la vertiente histórica más avanzada de América Latina, pues fue bajo la conducción de esos hombres que se fundó la primera experiencia exitosa de construcción nacional antioligárquica, antimperialista y antiliberal al sur del río Bravo. Allí, a diferencia de lo que ocurría en los demás países de América Latina en el siglo XIX, no había campesinos sin tierra ni mendigos ni ladrones ni niños que no supieran leer ni escribir; el ferrocarril, el telégrafo y la siderurgia surgieron y funcionaron espléndidamente como empresas del Estado; las exportaciones sostenían la inversión y el gasto social en una administración pública austera y honrada; había superávit fiscal y no existía deuda externa, los indígenas recibieron la ciudadanía y se rescató su modelo de agricultura de dos cosechas anuales; existían reservas nacionales para los malos tiempos y no se conocía el hambre. Aquello era intolerable cuando auspiciada por Inglaterra se imponía en el mundo la religión del libre comercio, adoptada ciegamente por las oligarquías del Río de la Plata y del imperio lusobrasileño. Como luego harían con Fidel Castro, Salvador Allende, Hugo Chávez y Evo Morales, los periódicos liberales satanizaban a Francisco Solano López: el Atila de Asunción era uno de los calificativos que le endilgaban al líder del único proyecto de desarrollo económico y social independiente triunfante en el continente.

Bajo la batuta del Foreign Office y de su embajador en Buenos Aires se preparó meticulosamente la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, financiada, cómo no, por la banca británica, que Eduardo Galeano fulminó en su imprescindible obra Las venas abiertas de América Latina como el capítulo más infame de la historia latinoamericana. Las oligarquías de Argentina, Brasil y Uruguay lanzaron sus ejércitos a una operación genocida que casi exterminó al pueblo paraguayo. La campaña militar que Bartolomé Mitre calculó en tres meses duró cinco años. Al final no había sobrevivido ningún paraguayo entre 15 y 65 años, sólo quedaba con vida 25 por ciento de la población tras una heroica resistencia finalizada dramáticamente con la caída en combate de López al frente de los restos famélicos y harapientos de su pueblo en armas. “Muero con la patria”, se ha afirmado que exclamó en el postrer momento. Y es que aquel Paraguay, ejemplo de soberanía, independencia y dignidad, dejó de existir con él.

Por eso Lugo ha dicho que “la digna estirpe paraguaya despierta nuevamente”. Así será.

La Jornada

http://www.jornada.unam.mx/2008/08/21/index.php?section=opinion&article=034a1mun

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José Cueli: Lacan y Wittgenstein

El mejor camino o modo de aproximación a un texto o a una forma de pensamiento es el de la exégesis (exegéomae: guiar, interpretar, exponer). Exégesis como práctica que permita que el propio pensamiento sea fecundado por nuevas propuestas que nos conduzcan a novedosas líneas de pensamiento y hacia nuevas preguntas.

Tal parece ser la propuesta que encierra el texto de Françoise Fontenau, La ética del silencio, que pretende abordar algunos de los aspectos del pensamiento de Jacques Lacan y de Ludwig Wittgenstein. El pensamiento y el lenguaje han dado y siguen dando mucho qué pensar a multiplicidad de disciplinas en la actualidad.

En momentos cruciales como el que vivimos en que la comunicación adquiere dimensiones vertiginosas, debido a la cibernética cuyas consecuencias y repercusiones son aún insospechadas, pareciera que mientras el hombre moderno navega a sus anchas en la red, naufraga sin timón en una sociedad de consumo, de apariencias, que lo conducen a una competitividad irreflexiva y a un aislamiento “detrás de la pantalla”.

Pero, ¿en qué se nos convierte el mundo “detrás de la pantalla”? Quizá sea útil que ante la amenaza de “diluirnos ante las pantallas de cristal líquido” retomemos los textos que disertan en torno a algunos de los aspectos más humanos de lo humano: el pensamiento y el lenguaje.

Wittgenstein parte de premisas fundamentales que aún hoy dan mucho que pensar. “El hecho sólo es hecho a partir de ser dicho”.

Para él el mundo es “mi” mundo y los límites de éste se limitan a lo que puede ser dicho. El decir precede al saber. Se introduce después en la complejidad del signo y nos dice: “La torpeza del signo para hacerse comprender a través de toda suerte de gestos, desparece no bien reconocemos que todo depende del sistema al que pertenece el signo. Uno querría decir: únicamente el pensamiento puede decirlo, no el signo. Y sin embargo, una interpretación realmente es algo que nos es dado en el signo”.

No sólo el objeto de la consciencia es una proposición, sino que es una proposición dicha. En Wittgenstein la relación con el objeto, en el sentido trascendental, es inconcebible en ausencia de una posibilidad de enunciación. En la proposición siete del Tractatus enuncia: “Aquello de lo que no se puede hablar, hay que callarlo”.

El silencio adoptaría entonces el lugar de ese “más” que no tuvo sentido. Esta sentencia da mucho que pensar y enlaza aquí con la problemática del decir en Lacan. Desde el seminario escribe: “Antes de la palabra, nada es ni deja de serlo. Sin duda, todo está allí, pero sólo con la palabra hay cosas que son verdaderas o falsas, es decir, que son, y cosas que no son. La verdad se abre camino en lo real precisamente con la dimensión de la palabra. Antes de ella no hay verdadero ni falso”.

Otra afirmación de Lacan en su seminario es que en Wittgenstein no hay metalenguaje. Según él, (…) “no hay metalenguaje que pueda ser hablado; más aforísticamente: no hay Otro del Otro.

Fontenau se pregunta en este punto, con respecto a Lacan: sin embargo, ¿no recurre él al Nombre-del-Padre para apuntalar su mística, su ética, para sostener su lógica?

Por su parte, Wittgenstein, en sus Conferencias trasluce un Nombre-del-Padre dividido, una divinidad y luego unida donde se necesita un lazo entre la existencia del mundo y la ética, la palabra de Dios.

En lo que respecta al deseo, ética y deseo están íntimamente ligados en sicoanálisis, mientras que para Wittgenstein los que hacen pareja son más bien ética y sentido.

Wittgenstein llega al “no hay más que decir” precisamente queriendo “salvar la verdad”, deseando convertirla en la regla y en el fundamento del saber. ¿Cuál es entonces el Wittgenstein que nos presenta Lacan? No uno confinado al silencio por la consciencia de haberlo dicho todo o no poder decir más, sino un hombre extenuado por esa búsqueda sin descanso de la designación justa y que termina por no hablar más.

En Lacan más bien destaca el Wittgenstein que nos habla de “malestar mental” en sus Cursos de Cambridge, “Malestar mental” en Wittgenstein, “queja del sujeto” en Lacan.

Por consiguiente, lo que nos lleva a pasar del sentido a la denotación es la búsqueda y el deseo de verdad. Lacan subraya aquí la importancia de esa verdad para Wittgenstein, esa “cuestión de la verdad (que) condiciona en su esencia el fenómeno de la locura”.

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/05/09/index.php?section=opinion&article=a08a1cul

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José Cueli: Wittgenstein: juegos de lenguaje

Ludwig Wittgenstein murió en Cambridge, el 29 de abril de 1951, en casa de su amigo el doctor Bevan, no pudiendo hacerlo como él hubiera querido, como hermano lego en un convento dominico de los Midlands. Exiliado en sí mismo, encerrado en su piel como él solía decir, sus últimas palabras, dirigidas a la señora Bevan, fueron: “dígales que mi vida ha sido maravillosa”.

Aquél que dedicó su vida a la tarea de pensar conoció los fantasmas de la insania, la pobreza (habiendo sido uno de los hombres más ricos de Europa), la soledad y el suicidio; revolucionó la filosofía occidental en dos ocasiones; la primera, cuando contaba con tan sólo 20 años y, la segunda, en plena madurez, cuando rondaba los 50. Sacudió los fundamentos y las certezas de la filosofía tradicional, por tanto, a partir de sus enunciaciones la filosofía y el hombre no pueden ser ya pensados de la misma forma. Sus palabras fueron profecías de nuevos tiempos, de nuevas formas de entender al ser humano, el lenguaje y el pensamiento, la razón y el sentido. Con la apertura que su obra implica, la teoría filosófica al estilo tradicional, los paradigmas universales y trascendentales, las certezas y el sentido único resultan ya inaceptables. Los imperativos y los principios categoriales llegan a su fin. Su propuesta plantea un adiós definitivo a los fundamentos.

Para Wittgenstein, la racionalidad que puede haber en el lenguaje conlleva mil juegos y contextos distintos, con reglas diferentes para cada uno. Cualquier significado y cualquier sentido que emane del lenguaje siempre es relativo, lo demás son tan sólo fantasmas.

Su teorización acerca del sentido no lo conduce a una nueva teoría sino, por el contrario, a la exclusión de todas ellas.

La filosofía wittgensteniana libera de los agobios y esclavitudes que generan los problemas mal planteados que agitan al espíritu humano. Problemas que pretenden, vía argumentos lógicos y en extremo racionalizados y cerrados y que a ese nivel no significan, en realidad, nada ni tienen solución ni son problemas ni sus planteamientos y resoluciones resultan útiles ni válidos.

Para Wittgenstein, el lenguaje consiste en mil juegos, el uso diario de las palabras genera todo y cualquier sentido en el mundo. Cualquier significado y sentido de las cosas es relativo siempre. Concibe la filosofía como una terapia del espíritu, claridad de pensamientos para alcanzar una paz en el pensar que desemboque en una serena convivencia en soledad.

En palabras del propio pensador: “La filosofía es una praxis analítica y crítica del lenguaje, un estilo de vida y de pensar, no una doctrina”.

La filosofía, para él, no es un cuerpo doctrinal, no tiene un lenguaje propio ni un método concreto, tan sólo intenta, a partir de preguntas sin fin, aclarar las cosas mediante el esclarecimiento de su presentación lingüística.

En 1916, sin ambages, sentenció que la primera condición para filosofar es la desconfianza en la gramática. Vemos aquí una feliz coincidencia con el pensamiento de Nietzsche, cuando el filósofo alemán, sin concesión alguna de su parte, enunciaba:

“Ah, la razón, esa vieja hembra embustera. No nos liberaremos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática” (1888).

La propuesta filosófica de Wittgenstein nos conduce a preguntarnos si cuando hablamos en verdad decimos algo, y si decimos algo en verdad, qué decimos y desde dónde lo hacemos, desde qué juego lingüístico, qué contexto, qué forma de vida. Para él, las palabras también son acciones, que denotan, según la forma de expresión lingüística “fines, deseos o vacíos concretos”.

Sus obras, tanto el Tractatus como Investigaciones plantean un profundo cuestionamiento a las potencialidades de la razón, que en cierta forma prolonga el advenimiento de la aguda crítica que sobre la razón, la certeza, el sentido único, la centralidad y la fijeza ha emprendido el pensamiento posmoderno.

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/04/25/index.php?section=opinion&article=a04a1cul

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