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Epigmenio Ibarra:¿De qué se espantan?

Hace unos días, en una entrevista radiofónica con Carlos Puig y a propósito de esos “resentidos” que se atreven a hablar de la posibilidad de que no termine su mandato, Felipe Calderón decía que esos, “que son cada vez menos” –ya antes había declarado, lo que al parecer le costo una comida a Carlos Marín, “que lo tienen sin cuidado los que los quieren tumbar”- no han aprendido que en la democracia hay que saber que a veces se gana y otras se pierde.

Tiene razón Calderón. La distancia entre una victoria o una derrota puede ser, a veces, solo un punto. Lo que no dijo es que, en la democracia real, hay un principio incontrovertible que el y los suyos violaron flagrantemente y es que, antes de hablar de la aceptación de los resultados, sean estos favorables o no a un determinado candidato y precisamente para que la legitimidad del mandato sea incuestionable, lo que hay que hacer es jugar limpio. Un punto, un voto si, con eso puede ser suficiente siempre y cuando no halla ni sombra de duda.

Ni Calderón, ni Fox, en el 2006, jugaron limpio. ¿De que se espantan pues si alguien en el ejercicio de un derecho ciudadano plantea la posibilidad de revocar el mandato presidencial? Harto mas fácil hubiera sido que el IFE, el tribunal electoral hubieran actuado con dignidad y congruencia y, como en cualquier país civilizado ante la opacidad de la elección y el margen tan estrecho entre los contendientes, hubieran procedido, al menos, al recuento voto por voto.

“Haiga sido como haiga sido” Calderón se hizo de la presidencia. Eso, insisto, tiene un costo que, desgraciadamente paga el país, paga nuestra incipiente y vulnerada democracia, pagamos todos.

Sorprende pues el escándalo de las buenas conciencias que hablan sobre las “intenciones golpistas” de López Obrador o de Camacho o de Muños Ledo o de cualquiera que se atreva a recordar, siquiera, las condiciones en que se celebraron los comicios y en tanto que ese recuerdo sigue vivo, a preguntarse, en el ejercicio de un derecho ciudadano, si ese señor tiene derecho a seguir sentado en la silla.

Solo pensarlo hace que a uno se le cuelgue de inmediato el sambenito de intolerante y subversivo. Más subversivo, golpista eso si, fue sin embargo atropellar, como lo hicieron Fox, los poderes facticos y el propio Calderón a las instituciones y los procesos electorales. Son muchos los que, de manera sistemática, reducen todo, ese derecho ciudadano a inconformarse, al puro resentimiento, al rencor y, sobre todo, a la incapacidad de aceptar la derrota.

Sorprende digo el escándalo de las buenas conciencias, a propósito de la idea siquiera de la revocación de mandato, porque son muchos los ejemplos de gobiernos que, en Italia, Inglaterra y otras democracias por mucho menos que la falta de legitimidad de origen de Calderón, su ineficiencia en el ejercicio del poder o el comportamiento impropio de algunos de sus mas altos funcionarios, se han venido abajo.

En una democracia –Calderón tampoco lo dijo- incluso cuando se juega limpio los votos no son un cheque en blanco para el gobernante. La permanencia en el poder depende la conducta, probidad y eficiencia de quien resulto electo para mandar.

Calderón, eso esta sobre la mesa y es cada día mas claro, no da, como dice el refrán popular, pie con bola. Rodeado de amigos, conocidos solo por el y leales también solo a el, mas que de funcionarios con prestigio, solvencia y capacidad. Inmerso en una obsesiva batalla –algo le aprendió a Fox- por conseguir legitimidad a punta de spots. Movido por intereses ideológicos y oscuros intereses económicos más que por una apreciación objetiva de la realidad y las necesidades del país. Lo suyo es en rigor – y la ausencia de logros lo demuestra- una batalla pérdida de antemano contra cada vez más numerosos molinos de viento.

Cada frente que abre Felipe Calderón –pese al enorme rating que obtiene con sus constantes y atrabiliarias apariciones en la televisión- es ya, desde el inicio del combate, una derrota anunciada.

Conducir este barco, en medio de las oscuras y tormentosas aguas por las que navegamos, exige, más que eficiencia y capacidad que, también son necesarias y de las que Calderón, por cierto, no ha hecho gala, una legitimidad de origen incontrovertible. Solo un gobernante sin macula, cuyo mandato sea incuestionable, puede conseguir el consenso nacional necesario y suficiente. Ese consenso que, nace del respeto y no de la resignación ni de la amnesia, es la única palanca de fuerza para sacar adelante el país.

No hay que engañarse. Los pactos coyunturales con otros partidos, como el que ha permitido, de alguna manera, sobrevivir a Calderón de la mano del PRI, alcanzan solo para maniobras políticas de corto alcance; sirven, si acaso, para pavimentar el camino de la restauración del antiguo régimen.
La impunidad, el origen y horizonte de nuestros males nace del olvido conveniente de las trapacerías, de la aceptación de lo inaceptable.

http://elcancerberodeulises.blogspot.com/2008/09/de-que-se-espantan.html

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J. Enrique Olivera Arce: Inseguridad. Dejar pasar, dejar hacer, es la constante.

El fenómeno de violencia desbordada y deshumanización que ocupa nuestra atención hoy día, no es algo que surge por generación espontánea ni resultado de circunstancias coyunturales propias de un estado de cosas de un  país que habiendo perdido el rumbo, tardíamente busca y no encuentra acomodo en la globalidad. Lo que hoy preocupa y tiene desconcertada a la sociedad mexicana viene de atrás; resultante de un proceso histórico de acumulación de frustración y descomposición social, en el que el dejar hacer, dejar pasar, es la constante.  Hoy simplemente, conflictos históricamente no resueltos, hacen crisis saliéndose de cauce.

El fenómeno de la violencia no es nuevo en el país. Se remonta a la época colonial, con antecedentes en las sociedades prehispánicas y hoy día se expresa con mayor fuerza no en el ámbito de la seguridad pública como mediáticamente se construye una falsa percepción del fenómeno. El mayor grado de violencia se expresa, entre otras cosas, en la explotación y marginación de los pueblos indígenas, en el trabajo inhumano en las minas, en el trabajo infantil, en el congelamiento a lo largo de varias décadas de los salarios de los trabajadores, en el abandono del campo, en la relación asimétrica de genero,  en la exclusión de los jóvenes de una vida digna y con esperanza, y en la expoliación de que es objeto el pueblo de México por parte de trasnacionales extranjeras, que controlan los principales renglones de la economía. La pobreza extrema, la desigualdad y la exclusión, son dialécticamente causa y efecto en el proceso de acumulación de frustración y descomposición de la sociedad mexicana.

La corrupción, la impunidad, la opacidad y el afán desmedido de acumulación de riqueza de una minoría rampante y el privilegio de la especulación por sobre la generación del valor real de la producción, impulsan y retroalimentan dicho proceso, pero de ninguna manera pueden considerarse causa última; en tanto que a su vez estas conductas antisociales son consecuencia estructural de raíces profundas en un México que no termina de construirse, que persiste siempre en arribar tardíamente a los eventos que jalonan el desarrollo de una humanidad en constante evolución. De un país que históricamente no ha encontrado rumbo y que persiste por marchar por camino equivocado entre conflictos no resueltos.

Pretender erradicar el mal de raíz, combatiendo los efectos sin atender las causas, es tanto o más criminal que aquello que se dice combatir. El número de niños que fallecen antes de cumplir cinco años, por hambre o por enfermedad, no se destaca ni en los discursos ni en las marchas de una clase media confundida y manipulada. Como tampoco figura en el mensaje mediático el número de indígenas víctimas del abandono o la represión, ni el número de trabajadores que mueren cotidianamente a consecuencia enfermedades propias de condiciones laborales inhumanas. Mucho menos es objeto de atención y preocupación el número cada vez mayor de mexicanos en condiciones de pobreza extrema, como eufemísticamente se califica a la miseria.

Así, la inseguridad pública, a la luz de la percepción mediática que se nos impone, en primera y última instancia, termina por ser simple pretexto para gobernantes y empresarios que con ello reproducen e incrementan corrupción e impunidad. Más vehículos, más armas, más equipo, más instalaciones, más publicidad, cierran el círculo de la demanda y la oferta de estos bienes materiales. Los mismos de siempre suman riqueza, en tanto avanza el proceso de acumulación de frustración y descomposición social,  en un país que bien merece mejor destino.

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