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Octavio Rodríguez Araujo: ¿Política del miedo?

En Morelia, Michoacán, la noche de la celebración de la Independencia de México fue sangrienta. Dos granadas de fragmentación explotaron entre la muchedumbre: siete muertos y más de cien heridos fue el saldo conocido hasta la mañana del día siguiente. Esto no había pasado, no que yo recuerde. No fue un acto guerrillero; los grupos guerrilleros en México nunca han actuado de esta forma, se han cuidado de respetar las vidas humanas. Fue un acto terrorista, para provocar miedo y muerte, miedo a la muerte también.

A partir de ahora cualquier lugar, solitario en una calle oscura o en medio de la muchedumbre, es peligroso. Nadie sabe lo que le pueda pasar, y Calderón, insensible y obstinado, insiste –después de conocer la tragedia– en que los mexicanos “sin excepción” debemos unirnos en la desenfrenada e improvisada carrera de su desgobierno contra el crimen organizado, incluso denunciando a los agresores o proporcionando información para dar con ellos. Para completar el cuadro “aseveró que se equivocan quienes pretenden que el miedo haga presa a la sociedad” (Reforma.com, 16/09/08).

¿Y qué es lo que se puede esperar, además de miedo, después de las explosiones de Morelia? Si eso ocurrió en un pacífico festejo popular, ¿por qué no en cualquier otro tipo de acto o en un mitin de apoyo o de rechazo convocados por cualquier motivo por un líder, un partido o el mismo gobierno? En otros países ha habido actos terroristas recientes en el transporte (en Madrid el 11 de marzo de 2004 y en Londres el 7 de julio del año siguiente), en cafeterías y restaurantes, en plazas públicas, en hoteles y en las calles donde han explotado no pocos automóviles. Aquí ya contamos con esos escenarios.

En México, desde que se inició la guerra de Calderón contra los narcotraficantes, han muerto más personas que quienes se supone son las víctimas de aquéllos, es decir, los que consumen drogas ilícitas y que, también supuestamente, el gobierno trata de proteger con su guerra (¿será?). Y es ésta, la guerra, la que ha motivado el uso de granadas de fragmentación antes de Morelia, por ejemplo en Sonora el mes pasado, aunque no fueran activadas (La Jornada on line, 21/08/08), disparos con armas de alto poder en casi todas las ciudades importantes del país y asaltos a mano armada en casas y barrios, donde antes no había pasado nada de este tipo.

No. No hay motivo para tener miedo, es solamente algo que imaginamos porque los mexicanos nos hemos vuelto paranoicos y aprensivos. Imaginamos los secuestros de todo tipo y nivel, así como los levantones, los asesinatos, las mutilaciones y los asaltos. Si no fuera por nuestra delirante imaginación viviríamos tan tranquilos como antes de que Calderón iniciara su valerosa guerra rodeado del Estado Mayor Presidencial y de ambientes de seguridad de la más alta tecnología.

¿Por qué habríamos de tener miedo si sólo nos encontramos entre dos fuegos? Por un lado los bandidos y por el otro los policías y los soldados. Éstos también dan miedo: catean domicilios sin orden judicial, amagan poblaciones enteras, violan y roban cuando pueden o cuando se embriagan o se drogan. La seguridad nacional que Calderón ha querido garantizar se ha vuelto la inseguridad nacional, y todavía nos pide que lo apoyemos en esta lucha sin cuartel, que nos unamos todos (“pueblo y gobierno”), que no tengamos miedo y que combatamos con ligas y cáscaras de limón al crimen organizado y a los enemigos de México.

¿Por qué no habríamos de pensar, ya que nos han vuelto paranoicos, que el aumento de la criminalidad ha sido deliberado como una política de gobierno para justificar la militarización del país y quitarnos nuestros derechos y libertades (cada vez más restringidos)? Se ha hecho en Estados Unidos bajo el desgobierno de Bush, lo han hecho los dictadores de América Latina en aquellos tiempos que ahora, ingenuamente, creemos ya superados, ¿por qué no también en México? El argumento ha sido, precisamente, “la seguridad nacional”, y el resultado logrado ha sido su contrario. Nunca, desde hace setenta años, el país había vivido con tanta inseguridad.

Mi tía Irene (todos tenemos una tía Irene) me decía hace poco que leer todos los días “tantos muertos aquí y allá” podría resultar igual que una vacuna: insensibilizarnos ante la muerte, acostumbrarnos a vivir en un mundo (un país) irremediablemente peligroso. Tal vez tenía razón esa tía Irene, pero el problema es que alguien quiere que tengamos miedo, que no nos insensibilicemos, que no nos acostumbremos a vivir en peligro. Y la receta fue, por ahora, el 15 de septiembre en Morelia. Y en este caso da igual quién puso las granadas de fragmentación o los artefactos explosivos que hayan sido. Los muertos y los heridos nada tenían que ver con el narcotráfico ni con la lucha de Calderón y Bush contra aquél: fue una acción para provocar miedo e inseguridad y para que no pocos ciudadanos atemorizados demanden ahora que el gobierno endurezca todavía más sus políticas contra el crimen, aunque en ello les vaya perder sus derechos y libertades. El miedo y la incertidumbre, debe recordarse, propician exigencias de “mano dura y firme” entre la población, especialmente entre las clases medias. Todas las dictaduras del siglo pasado fueron precedidas de exigencias de este tipo: desde el fascismo italiano a principios de los años veinte, pasando por el nazismo alemán, hasta las últimas dictaduras latinoamericanas. Léanse, si no, las cartas y comentarios en los periódicos en Internet y no sólo en los de derecha: muchos piden o exigen mano dura y firme, y hasta más.

¡Cuidado! Something is rotten not only in the state of Denmark… but also in Mexico –se diría en un Hamlet actual.

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José Cueli: Lo omnioso

Infinidad de adjetivos se han vertido en días recientes para intentar calificar el estado emocional y los afectos que los acontecimientos recientes nos han despertado. A las brutales y desgarradoras imágenes se han agregado las palabras que intentan dar cuenta de lo experimentado en lo más íntimo de nuestro ser. Pero una vez más corroboramos que el lenguaje no nos alcanza para dar cuenta de lo que discurre por lo síquico, que siempre hay un plus que se escapa. Saturados los sentidos, aturdida la razón, rebasada nuestra capacidad elaborativa, sólo nos queda la confusión y el desasosiego.

La ficción ha rebasado a la realidad, y ahora el “enemigo” (la diferencia de conflagraciones anteriores) es del orden del fantasma, del orden de “algo” amenazante que no tiene rostro, de una amenaza que no puede encuadrarse en el tiempo ni en el espacio y que por tanto nos confronta descarnadamente a una experiencia ominosa, siniestra.

Freud publica en 1919 un escrito sobre la experiencia de lo ominoso. Allí puntualiza que no hay duda alguna de que lo ominoso, lo siniestro, pertenece al orden de lo terrorífico, siendo aquello que suscita angustia y horror. Para él, lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo. Al preguntarse cómo es posible que algo familiar se vuelva ominoso y en qué condiciones se presenta de esta forma, recurre al análisis de la palabra alemana unheimlich, que es lo opuesto de heimlich, que puede ser traducido como familiar, íntimo; luego entonces, lo unheimlich, lo ominoso, resulta algo terrorífico justamente porque no es consabido. Sin embargo, nos advierte lo siguiente: “Sólo puede decirse que lo novedoso se vuelve fácilmente terrorífico y ominoso; algo de lo novedoso es ominoso pero no todo. A lo nuevo y no familiar tiene que agregarse algo que lo vuelva ominoso (…) Lo ominoso sería siempre, en verdad, algo dentro de lo cual uno no se orienta”.

Lo heimlich se torna unheimlich, pero como Freud nos advierte, el vocablo no es unívoco, por tanto está abierto a múltiples sentidos y que lo que allí aparece es el retorno de lo reprimido, de lo reprimido infantil. El texto citado continúa con el análisis de una de las Piezas nocturnas, de Hoffman: El hombre de arena. Hace aquí valiosas aportaciones en cuanto al efecto del doble qué, en su origen, “fue una seguridad contra el sepultamiento del yo, una enérgica desmentida del poder de la muerte… el recurso a esa duplicación para defenderse del aniquilamiento… de un seguro de supervivencia, pasa a ser el ominoso anunciador de la muerte”.

La lectura de este texto de Freud ilustra a la perfección el juego macabro en el que parecemos suspendidos, como marionetas, en estos terribles momentos. Así como Nathaniel, el personaje de Hoffman, experimentó lo siniestro en la infancia al escuchar el relato del hombre de arena y el posterior encuentro con el óptico Coppola lo aterró, así nosotros creemos reconocer las figuras terroríficas de la infancia, en las aterradoras imágenes que las televisoras no se cansan de explotar.

Aquello antaño hospitalario se nos torna agreste e inhóspito, el amigo en enemigo, el civilizado en salvaje agresor, la seguridad en miedo, la certidumbre en paranoia y todo se torna un desdoblamiento especular de aquello íntimo, familiar y a la vez siniestro que nos habita. Se confunden el adentro y el afuera, la fantasía con la realidad y la razón se sale de sus goznes. Ante el “enemigo” sin rostro, ante el retorno de lo reprimido, ante la amenaza de lo fantasmático, aparecen, inevitablemente, las fantasías más arcaicas, la paranoia y las actuaciones. La angustia lo matiza todo, lo más irracional aflora y la capacidad para la reflexión nos abandona, creencia y delirio se traslapan con los graves riesgos que esto conlleva.

Parafraseando a Freud; el mundo se nos ha tornado unheimlich, el mundo se nos ha poblado de fantasmas. Convendría recordar en estos momentos las palabras del poeta Meleagro: “La única patria, extranjero, es el mundo en que vivimos; un único caos produjo a todos los mortales”.

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Arnoldo Kraus: México como secuestro

México, dice la organización no gubernamental IKV Pax Christi, ocupa el primer lugar en el número de secuestros a escala mundial. Terrible noticia, doloroso deshonor. La veracidad de la información es cruda y real. Ha conseguido que voces tan dispares como la de Felipe Calderón y la de Marcelo Ebrard consideren que los secuestros, la violencia y la inseguridad se conviertan en materia urgente dentro de sus obligaciones y prioridades. A ellos se han unido y se unirán muchas figuras públicas de nuestra nación. No es para menos. Mañana nuestros políticos van a Palacio Nacional. Hablarán. Nosotros esperaremos. Seremos, como siempre, los Godot mexicanos.

Se repite, con razón, que la educación, la vivienda y la salud son bienes indispensables y obligaciones del Estado hacia sus ciudadanos. Ahora debe agregarse a ese listado la seguridad como compromiso. A diferencia de las otras cualidades, cuya presencia o ausencia es obvia, la seguridad no era, hasta hace algunos años, tema de discusión cotidiana. Los políticos mentían diciendo que combatirían las muertes por inanición, pero no enlistaban dentro de sus discursos efectistas el combate contra la violencia. Ahora todos van a Palacio Nacional. Hablarán de los secuestros. Nosotros esperaremos. Seremos, no me aburro de repetir, el Godot, de Becket: nunca llega quien debe llegar.

El miedo, la desconfianza hacia los políticos y la policía, la violencia callejera y la presencia de la industria del secuestro han hecho que la seguridad, incluso de los más desprotegidos, ocupe lugar preminente en la conciencia de la vida cotidiana. Secuestro y violencia, no como enfermedad, sino como epidemia, se han adueñado de las primeras páginas de muchos rotativos nacionales e internacionales; se han apoderado de la conciencia del vivir de la ciudadanía mexicana. Conciencia dolorosa que se paga con angustia y con dinero. Conciencia que debería ser inconsciencia. Caminar por las calles con temor es anormal. Caminar con miedo es legado de nuestra clase política.

La angustia se comparte. Los ciudadanos la vivimos por la certeza de la inseguridad y los políticos porque su prestigio se cuestiona. Los gastos también corren por caminos paralelos. Las familias sufren lo indecible hasta lograr acuerdos con los secuestradores mientras que los políticos-policías invierten cifras millonarias, seguramente del erario nacional, para contratar guardaespaldas y comprar armamentos. (Imposible no abrir este paréntesis: he preguntado en muchas ocasiones en qué rubro hacendario quedan inscritos los guardaespaldas que cuidan a los políticos y a los empresarios y nunca he obtenido respuesta. La cifra ahí invertida debe ser elevada. Podría utilizarse, pienso, para cuidar a la ciudadanía.)

El secuestro se ha convertido en epidemia. Las epidemias son contagiosas. La del miedo por ser secuestrado y/o asesinado en la calle, no por atropello o por terremoto, sino por deambular en las calles calderonistas o ebrardistas es nefanda y vigente. Ni siquiera la tradicional inmunidad de nuestra clase política los ha protegido. Sendas declaraciones y vistosos desplegados en los periódicos dan cuenta del contagio.

Calderón, Ebrard y casi todos nuestros políticos están preocupados. Deben haber leído lo que se dice de su nación y de su ciudad en el mundo; les deben haber informado de las esquelas en los periódicos. Esas noticias, lo saben, son sólo la punta del iceberg. Nadie confía en la justicia mexicana. Como signo de inteligencia, es probable que ellos desconfíen tanto de nuestra justicia como el uno desconfía del otro, y como nosotros desconfíamos de ellos. Partiendo de esa premisa podrían sanear un poco las calles y paliar el miedo que nos habita. Partiendo de las descalificaciones que se prodigan deberían criticar lo que hacen y lo que no hacen.

No recuerdo en cuál película –palabras más, palabras menos– dice el hijo del actor principal: “entre los ladrones y la policía confío más en los primeros por su sinceridad”. A ese guión, que transcurre todos los días, en todas las calles, y en todos los tiempos del PRI, del PAN y del PRD agrego que aunado al malestar contra el cuerpo policial camina, imparable, una perturbadora desconfianza hacia la clase política. Como en tantas otras circunstancias, en México la realidad copia y supera la ficción. Gracias a la corrupción, a la impunidad y a los yerros de nuestros presidentes las películas detectivescas de Hollywood son, en México, palmaria realidad.

Hace muchos años escribí un artículo intitulado: “Adiós a la calle”. Repasaba la cruda verdad en la que se había convertido la ciudad de México y lamentaba que muchos niños ya no tenían la oportunidad de hacer de las calles su casa. Esa premonición crece sin coto. Hoy, aunque duele, preocupa distinto la escasa oportunidad de jugar en las calles. Esa preocupación ha sido remplazada por los secuestros y por la violencia.

Mi desconfianza hacia los políticos es nauseabunda, incurable e infinita. Me encantaría equivocarme. Mi esperanza es que las náuseas y la desconfianza que se profesan Calderón, Ebrard y anexas devenga acciones positivas.

La Jornada

http://www.jornada.unam.mx/2008/08/20/index.php?section=opinion&article=023a2pol

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