Una de las características aberrantes de la tecnocracia en el poder, es su pretensión de borrar la historia o, en último término, de enmendarla. Es también una de las razones por las que llevamos un cuarto de siglo dando palos de ciego, aplicando recetarios que nada tienen que ver con la realidad, los que solamente han servido para ahondar la zanja que marca la diferencia entre lo que somos y lo que anhelamos ser. El tecnócrata, sea en México o en la Conchinchina, al no encontrar asideras para sustentar sus recetarios, simplemente los trata de imponer como dogmas. Es un dogma, por ejemplo, el concepto de que el libre juego de las fuerzas del mercado es el único antídoto contra la pobreza; como también es dogmática la determinación de la necesidad de crear el mercado energético, eliminando la intervención del estado; por sólo mencionar ejemplos. No de otra manera se puede entender la falta de interés de la tecnocracia para debatir sobre sus postulados; se asumen dueños de la verdad y califican de ignorantes a quienes se les oponen.
El caso del campo mexicano es emblemático del afán antihistórico cuyo resultado, a todas luces, ha sido su crisis ya crónica. Dicho afán se manifiesta en dos vertientes, ambas igualmente erróneas: la más socorrida por los modernistas se refiere al aprovechamiento “eficaz” de las ventajas comparativas, según el cual si resulta más barato producir maíz y granos básicos en los Estados Unidos, habrá que importarlo en beneficio de la población consumidora y, a cambio, exportar bienes para los que se cuente con mayor ventaja en su producción local, como sería el caso de las frutas, las flores y las hortalizas de invierno. Lo que en la teoría suena lógico choca con la terquedad práctica: esas frutas, flores y hortalizas de invierno no pueden satisfacer la necesidad de alimentación de los mexicanos, la que, entonces, queda a merced de las veleidades o intencionalidades del oferente extranjero. El caso es claro en el presente: un movimiento de la demanda de maíz estadounidense hacia la producción de combustibles, prov
oca un alza desmedida en el precio del principal alimento de la población, para la que el mercado no ofrece una alternativa compensatoria. El resultado se llama hambre para un amplio sector de la sociedad. En la historia de todos los pueblos, desde la Biblia hasta el Popol Vuh, la seguridad alimentaria ha sido el condicionante de su desarrollo. La alimentaria es elemento sustancial de la soberanía de las naciones.
La otra vertiente, igual de errónea, considera que el objetivo nacional debe ser alcanzar la competitividad en la producción doméstica de granos para igualarla a la de Norteamérica, lo que implica crear aquí las mismas condiciones que allá se registran. Por principio de cuentas, la naturaleza se obstina en no querer modificarse, por ejemplo, para que aquí dispongamos de las enormes superficies planas y del clima que las hace fecundas; la nieve de invierno que elimina plagas y humedece la tierra es un factor inimitable. A lo anterior habrá que agregar los factores social y cultural: la conquista española conservó a la población autóctona para explotar su mano de obra, en tanto que la colonización anglosajona la eliminó para explotar directamente la tierra (con excepción del sur esclavista). Esto marca una diferencia abismal entre ambas culturas que se refleja en la presión sobre la tenencia de la tierra que, en México fue causa de una revolución y una profunda reforma agraria. El intento de ignorar la historia llevó a Salinas de Gortari a postular la contrarreforma agraria en 1992 y a la pretensión de descampesinizar el campo, proyecto que, además de fracasar, ha sido un verdadero genocidio. En la mayor parte del territorio nacional se vive en condiciones de miseria, para la que las únicas alternativas son la siembra de estupefacientes o la emigración con sus secuelas de muerte.
Igualmente se intenta borrar la historia en la materia del petróleo y, en general, de la energía. El porfiriato y sus “científicos” precursores de los actuales tecnócratas, fincó su proyecto de país en la entrega de los recursos naturales a la explotación por particulares, principalmente extranjeros. La Independencia y la Reforma dejaron intacta la forma de explotación de los recursos, por la que los mexicanos sólo observaban como la riqueza del país fluía a las metrópolis dejando sólo miseria en esta tierra, pero además sometiendo la soberanía a los caprichos de los empresarios mineros y petroleros, lo cual constituyó el otro causal del movimiento revolucionario de 1910, que derivó en la Constitución de 1917 y sus disposiciones de preservación de los recursos naturales para ser propiedad de la nación y su aprovechamiento en beneficio del pueblo. Costó mucha sangre lograr tales conquistas mínimamemente soberanas. Hoy se pretende, sin argumento real que lo respalde, devolver a los extranjeros lo que con tanto esfuerzo se recuperó.
También fue motivo de la lucha revolucionaria de principios del siglo XX, la conquista de condiciones humanas en el trabajo. Las huelgas de Cananea y de Río Blanco y la represión autoritaria porfirista alimentaron al descontento que luego estallaría. No fue gratuita la incorporación del derecho social al trabajo digno al texto constitucional; también costó sangre de mexicanos. La semana pasada se repitió la historia. El régimen neoporfirista y fraudulento arrasó con el derecho de huelga en la misma mina de Cananea, en repetición centenaria de aquel preludio de la guerra. Ni por ese prurito se abstuvieron. Tampoco los que, a la manera de Porfirio Díaz, se hicieron del poder por la vía del fraude electoral, repitiendo la historia.
No soy de los que ven la historia como una sucesión de ciclos en los que las fechas y los acontecimientos se repiten, pero la terquedad de los tecnócratas neoliberales parece empeñada en provocar un 2010 sangriento, para cumplir con la celebración centenaria.
Antes de que la sangre corra, los mexicanos seguimos apostando a la movilización pacífica. En las próximas semanas seremos testigos de los atentados contra la soberanía energética y contra las conquistas en materia laboral. La convocatoria de Andrés Manuel de no permitirlas va en serio. Paradójicamente, la movilización tendrá que convertirse en paro nacional. No hay de otra.
* Argenpress
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