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Marcos Roitman Rosenmann: Huelgas de inmigrantes sin papeles

La crisis actual del capitalismo tiene sus peculiaridades. Mientras los empresarios, grandes capitalistas, banqueros y patronal piden a gritos la intervención salvadora del Estado por medio de subvenciones, exenciones tributarias, mayor flexibilización del mercado laboral y bajar el salario mínimo, los trabajadores inmigrantes sin papeles van a la huelga. Eso sucede en Francia y en el sur de España. Algo está cambiando. Se trata de una circunstancia novedosa. La contradicción de un neocapitalismo de corte oligárquico, cuya organización laboral se fundamenta en la concentración del poder, la descentralización de la producción y la discontinuidad del tiempo de trabajo, facilita el nacimiento de un empleo precario cuya figura es el inmigrante sin papeles. Personas abocadas a no escatimar en las ofertas de trabajo y aceptar cualquier opción. Si bien es una seña de identidad del capitalismo trasnacional, lo específico de la flexibilización del mercado laboral y de los inmigrantes sin papeles es su ubicación en los sectores de la construcción, la hostelería, la maquila, la agricultura y el servicio doméstico.

Si se quiere una garantía de éxito y continuidad en la contratación de ilegales es necesaria una complicidad entre las organizaciones empresariales, las instituciones estatales y los empleados. Nada parece alterar este equilibrio. Unos a otros se cubren las espaldas, asumiendo los riesgos de la ilegalidad. Cuando hay una inspección son alertados, se retiran o simplemente se hace la vista gorda. En momentos de auge y euforia del capitalismo, donde el dinero circula y hay para todos, nadie se queja. Unos explotan y otros son explotados. Las ganancias se reparten desigualmente, pero cubren las expectativas. Incluso se negocia al alza y se pagan sueldos aceptables, según la benevolencia del patrón. Si se producen accidentes en el trabajo, en España y en Francia, la seguridad social sigue siendo uno de las pocos servicios públicos no privatizados por la acción del liberalismo, y cubre todos los costes médicos. Todo está atado y bien atado. Además, los costes de la baja laboral se pagan bajo cuerda. Nadie sale perjudicado. Incluso, según sea el alcance del daño, pérdida de una mano, del ojo o traumatismo, se puede negociar la regularización de la residencia y la incorporación a la empresa. Aun así, los sin papeles, para convertirse en inmigrantes de primera, cuando acuden a las instancias legales lo hacen a título individual y tutelados por abogados y especialistas. No se asocian, no se plantean una acción colectiva frente a la patronal, ni solicitan de sus empleadores el cumplimiento de la ley. Soportan colas de pernocta y vigilia en las puertas de comisarias y ministerios esperando obtener un número para acceder a una ventanilla donde un funcionario abrirá un expediente sin garantía de éxito. Pero no les importa, dan por seguro que el sufrimiento es el aliado para lograr la compasión del sistema y acceder a los papeles.

Con el euro por las nubes y el dólar por los suelos, el discurso del liberalismo económico se viene al traste. El libre mercado es una falacia. El capitalista gana todo lo que puede sin pensar en el futuro. Amasa su riqueza y cuando sus arcas se vacían pone el grito en el cielo evocando los males de un orden dislocado sin planificación económica y la dejadez de gobernantes en su deber de controlar la inflación, los salarios y los índices macroeconómicos. Implora una solución. El recetario es siempre el mismo. Ellos, los capitalistas, deben ser los receptores de las ayudas. Si alguien tiene que ajustarse el cinturón deben ser los trabajadores. Están acostumbrados a pasar hambre y sufrir penurias, forma parte de su naturaleza. No crean riqueza y en tiempos de crisis son prescindibles. Ni qué decir de los inmigrantes; pueden ser repatriados de manera inmediata. Basta con reprimir sus demandas y desarticular sus organizaciones. El Estado debe actuar en consecuencia.

Sin embargo, en medio de este discurso ramplón se levanta otra realidad. El capitalismo realmente existente en Francia y en España, en sectores que dan lustre a la imagen turística, está en manos de trabajadores inmigrantes ilegales. En otras palabras, son los sin papeles quienes les sacan las castañas del fuego. Y ahora, este colectivo se ha puesto en huelga. En la hostelería, por ejemplo, se inicia un movimiento de gran alcance. Lo cual es un punto de inflexión. La reivindicación de derechos pone en cuestión por un lado, la política de inmigración y, por otro, los tópicos sobre quiénes son y cómo se comportan los inmigrantes. Los sin papeles ya no son los negros africanos, los amarillos asiáticos, los latinos narcotraficantes, delincuentes, mafiosos marginales: son trabajadores cuya dignidad no se arrebata desde el discurso xenófobo o racista del gobierno de Nicolas Sarkozy, en Francia, o Silvio Berlusconi, en Italia, o en la España incluso del Partido Socialista Obrero Español.

Ha sido la recesión del capitalismo especulativo, donde el despido se avizora como el horizonte probable lo que levanta la reivindicación del colectivo de los sin papeles. Han dicho basta. En París y en Andalucía se inicia la restauración. Las pérdidas no dejan indiferentes a la patronal. En algunos restaurantes llegan a 7 mil euros diarios. Los camareros, los cocineros, los dependientes no se presentan a trabajar. No hay quien lleve los platos a la mesa. Y por primera vez la huelga cuenta con voces de apoyo entre empresarios, que exigen un cambio en la política de inmigración. Hay que legalizar. Contratar a los sin papeles. En la agricultura está sucediendo algo similar. Las cosechas de temporada sufren los avatares de la unidad de acción de los sin papeles, trabajadores cuya dignidad se levanta y su voz se escucha alta y clara. El miedo se pierde y se rompe la dinámica del capitalismo trasnacional fundada en la mano de obra de ilegales explotados como mano de obra semiesclava. Son nuevos tiempos. Los inmigrantes transforman el proyecto de sociedad democrática con sus nuevas organizaciones y reivindicaciones. Esperemos que no sea flor de un día.

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/04/29/index.php?section=opinion&article=015a1pol

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Marcos Roitman Rosenmann: El complejo del tirano

Ser demócrata está de moda. Hablar de la democracia también. Decir que vivimos en regímenes democráticos se ha convertido en una constante. Lo mismo ocurre cuando se trata de luchar contra la violación de los derechos humanos. En esta dimensión se cae en un catálogo que va de lo individual a lo colectivo. De lo personal a lo social y de lo público a lo privado. Son demasiadas las opciones barajadas. Gobiernos, movimientos políticos, sociales y conductas son tipificadas y objeto de persecución. Hay quienes se vanaglorian de ser baluartes en su defensa, sobre todo si se trata de atacar a los movimientos antisistémicos. En otras palabras, se puede ser más o menos laxo defendiendo los derechos humanos. Así se hace la vista gorda y se pasan por alto acciones comprometidas cuando responden al sistema de valores del orden dominante y hegemónico. Es decir, cuando se cruza la raya de lo permitido. En ese instante se pierde la compostura y los derechos humanos se van al traste. Ya no existe violación de los derechos humanos, por el contrario, el argumento se transforma en el ejercicio de protección de la seguridad ciudadana, bajo la fórmula de la razón de Estado y las leyes antiterroristas. Es la vuelta de la tortilla. Se mata en nombre de los derechos humanos. Las guerras preventivas igualmente se asimilan como parte de una lucha contra la intolerancia y un futuro ordenado frente al integrismo (guerra de civilizaciones). Las bombas inteligentes se utilizan para evitar la muerte de inocentes y salvaguardar los derechos humanos. Si hay heridos no deseados, se tipifica como efectos colaterales. El uso de la tortura se avala como un método terapéutico. Sólo se tortura a terroristas y peligrosos asesinos antisociales. Dicha práctica protege al inocente. Guantánamo es un buen ejemplo y las cárceles de Irak otro tanto. Mantener a los inmigrantes en los aeropuertos de Europa occidental, sea en Madrid, Barcelona, Londres o París durante horas y horas sin derecho alguno y luego repatriarlo, es decir, limitando el habeas corpus, no constituye una violación de los derechos humanos, es evitar la invasión de incultos a países nobles. Levantar el muro de la indecencia en Israel y separar barrios en Palestina es una protección frente al terrorismo. Construir barreras electrificadas en Melilla para que no crucen la frontera los inmigrantes africanos es otra protección de los derechos humanos ante la violencia de los indocumentados y los sin papeles. Así, podemos llenar páginas de estas anomalías o mejor dicho tropelías consideradas defensa de los derechos humanos. Ninguna de ellas, dirá el poder, constituyen su violación. Tampoco lo son la muerte de un connacional por la policía mexicana en las fronteras de Guatemala confundiéndolo con un emigrante, si lo hubiese sido estaba justificado. Un lamentable error. Ni se explica ni se aclara, no hay derecho humano que valga. Tampoco se violan bombardeando aldeas en Ecuador por parte del ejercito colombiano y matando a ciudadanos mexicanos y ecuatorianos, amén de miembros de las FARC. En fin, el mundo al revés.

Las causas y los motivos de violación de los derechos humanos se convierten en explicaciones razonables para justificar lo injustificable. En todos los casos anteriores el poder se protegía frente al ciudadano y aseguraba la razón de Estado. En otras palabras, no le temblaba la mano cuando ejercía el poder de forma dictatorial. El complejo del tirano se esfuma. Sólo hay que revertir el discurso. Transformar en demócratas a los asesinos y en defensores de los derechos humanos a los torturadores. Eso no cuesta tanto. Chile lo consigue con facilidad. Muchos torturadores gozan de inmunidad y un sueldo vitalicio. En Colombia su presidente es un criminal de guerra cuyo aval son las fuerzas paramilitares y sin embargo se autodefine demócrata. En fin, nada es lo que parece. La explicación es clara, la mejor manera de defender los derechos humanos es negándolos hasta hacerlos añicos. Cuanto más se violen mejor. No sea que su respeto y su ejercicio democrático lleve a pensar en una debilidad del Estado y de los gobernantes. Nunca el “ciudadano” puede albergar un ánimo participativo, es contraproducente, le llevaría a pensar en una opción horizontal de la democracia. Un peligro cuya inmediata consecuencia se traduce en la deflación de autoridad y la inflación democrática. Un riesgo para una sociedad totalitaria de capitalismo salvaje.

En la actualidad, los únicos derechos protegidos son aquellos que están regulados en el capitalismo; se derivan de la propiedad privada y pertenecen a los terratenientes, a los empresarios, a los dueños de los grandes bancos y las trasnacionales. Ellos sí disfrutan de derechos humanos. Poseen guardias privadas y grupos paramilitares que les protegen. Asesinan y hostigan como lo hacen en la actualidad en Chiapas a las comunidades campesinas y al EZLN, en Chile aplicando la ley antiterrorista contra los mapuches, corrompen el poder político y forman parte de una elite plutocrática que está por encima del bien y del mal. Para ellos la justicia debe funcionar haciendo la vista gorda. Pasan por encima de jueces o fiscales. El Poder Judicial se postra a sus pies, salvo honrosas excepciones. Pero declaman el respeto a sus derechos humanos: el estupro, el dolo, la corrupción, el asesinato, el secuestro, el tráfico de influencia, los loobbys de presión, la trata de esclavas, la explotación de niños. Todo por el afán del dinero, la codicia y el poder. Bajo estas premisas deben ser protegidos y sobre todo venerados. Como llevar a los tribunales a gentes de progreso, empresarios creadores de riqueza, que trabajan las 24 del día, mientras que los obreros lo hacen sólo ocho. Por favor, un poco de compasión católica. No los atosiguen. Ellos sufren el asedio de los envidiosos y los frustrados. Bajo estas circunstancias se ven obligados a utilizar la fuerza, pero siempre en defensa propia. Si utilizan medios ilícitos hay que comprenderlos. Como señala Niklas Luhmann, el poder político en el siglo XXI no puede estar sometido a reglas democráticas, supondría valoraciones éticas imposibles de sostener dentro del sistema capitalista de dominio y explotación. Mas vale dedicarse a reprimir y evitar el riesgo de una revolución democrática. Hay que sacudirse el complejo del dictador y aplicarlo. Eso deben hacer los buenos gobernantes. Más de uno sigue sus pasos.

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/04/19/index.php?section=opinion&article=026a1mun

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