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Pedro Salmerón Sanginés: Los buenos libros de historia

 Desde que inicié la serie Falsificadores de la historia, numerosos lectores deLa Jornadatuiteros y blogueros me han preguntado, palabras más palabras menos: Si los autores más vendidos mienten con ese descaro, ¿qué libros de historia podemos leer? He dado respuestas breves, pero creo llegado el momento de hacer un paréntesis en la denuncia de los falsarios, para presentar algunos libros honestos y bien fundamentados que nos permiten conocer nuestra historia, más allá de prejuicios o ideologías.

Me preguntarán, deberán preguntarme sobre la autoridad y los criterios con que seleccioné los libros a recomendar. Por lo tanto, compartiré la responsabilidad con un grupo de historiadores que, bajo la coordinación de Evelia Trejo y Álvaro Matute, hace 12 años discutimos y seleccionamos 30 libros de historia escritos por mexicanos en el siglo XX, en función de cuatro criterios: la solidez y originalidad de la investigación; la novedad de su interpretación, su correspondencia con los hechos investigados y confrontados (mensaje a los falsificadores: la interpretación se sustenta en la investigación, no en prejuicios ni en fantasías); su buena factura (que estén bien escritos, pues); y el impacto que han tenido en el público o en el gremio (Evelia Trejo y Álvaro Matute, editores, Escribir la Historia en el siglo XX, UNAM, 2005).

Al elegir estos criterios, dejamos fuera las síntesis generales (como la Breve historia de México, de Vasconcelos), los ensayos de interpretación (como El laberinto de la soledad, de Paz); los testimonios directos (como los 8,000 kilómetros en campaña, de Obregón); y por supuesto, las novelas o los libros de ideología. También dejamos fuera a los autores extranjeros y a los aún demasiado jóvenes en el momento del cambio de siglo.

En siguientes entregas hablaré sobre la subjetividad del conocimiento histórico y sobre la necesaria relación entre interpretación e investigación, por ahora, entremos en materia. Treinta libros de 30 autores. Las reuniones para seleccionarlos fueron arduas y enriquecedoras y, al final, el siglo XX se redujo al lapso 1932-1999, con lo que quedaron fuera autores anteriores como Bulnes y Rabasa, pero entraron dos que nos abren la ventana al positivismo y al tradicionalismo que dominaban la escritura de la historia en las primeras décadas del siglo: Andrés Molina Enríquez y Vito Alessio Robles. Del primero no seleccionamos la obra fundadora de la sociología mexicanaLos grandes problemas nacionales (1909), sino el Esbozo de… la revolución agraria (1932-1936); y del segundo, Coahuila y Texas en la época colonial(1938). Don Andrés aporta una cantidad de datos que deberían leer todos aquellos que siguen creyendo, sin fundamentar su prejuicio, que no había conflictos agrarios en el porfiriato. El segundo es un monumento de erudición sobre nuestra historia regional nordestina y las razones de la pérdida de Texas.

Más cercanos a nuestras formas de hacer historia son los libros publicados en los años 40: José C. Valadés, El porfirismo (1941-1948); Jesús Sotelo Inclán, Raíz y razón de Zapata; Leopoldo Zea, El positivismo en México (1943-1944); Silvio Zavala, Ensayos sobre la colonización española en América (1944); y Salvador Toscano, Arte precolombino (1944).

Desde la historia política uno, y el otro desde la historia de las ideas y el pensamiento, Valadés y Zea presentaron un panorama equilibrado y sorprendente de ese contradictorio periodo de nuestra historia al que da su nombre el general Díaz. No hay en estos libros ni el tirano sanguinario que querrían sus detractores, ni el preclaro estadista que sueñan sus apologistas, sino el hombre fuerte de un régimen sorprendente y complejo, que a 30 años de su caída podía ser, por fin, analizado con serenidad. Como espléndido contrapunto apareció al mismo tiempo el libro de Sotelo Inclán, cuya investigación saca a la luz las profundas raíces del zapatismo y los agravios de los pueblos contra las injusticias de la modernización porfiriana, en un libro en que la solidez de los datos y la poesía de la pluma van de la mano con una explicación de largo aliento.

También resultan complementarios los libros de Toscano y Zavala, que reivindican nuestras dos raíces principales, desde una historia del arte que nacía y desde la historia de las instituciones, fuertemente influenciada por la Nueva historia francesa. Zavala pertenecía ya a una generación de historiadores interesados en la explicación del pasado para comprender el presente, de la que hablaremos en la próxima entrega.

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En mi anterior artículo iniciamos la presentación de 30 libros de historia ejemplares por la investigación en que se sustentan, su buena factura y sus aportes a la comprensión del pasado y el presente de México, con base en el libro coordinado por Evelia Trejo y Álvaro Matute Escribir la historia en el siglo XX. Continuamos hoy con autores que pretendían comprender el pasado para explicar el presente y, por lo tanto, se abstenían de juzgar la historia con criterios del presente (he ahí otros criterios para distinguir un buen libro de un panfleto ideológico). Una generación de profesionales que introdujeron nuevos temas y metodologías.

Empecemos con Justino Fernández, quien en 1952 publicó Coatlicue y en 1954Arte moderno y contemporáneo de México. Si Coatlicue es un manifiesto estético que abre los ojos a la relatividad (historicidad) de la idea de belleza, en la segunda obra muestra cómo se inauguró en México la historia del arte a partir de la discusión de ideas como estilo, personalidad y sentido, que hacen de la producción artística un espejo de la idea que de sí misma tiene una nación, una forma de entender la realidad y de situarse frente a ella. Otro fundador de escuela fue José Miranda, que en Las ideas y las instituciones políticas mexicanas, 1521-1820 (1952), relacionó las instituciones económicas y políticas con las ideas europeas trasplantadas a la Nueva España, mostrando cómo el mundo de las ideas se desprende de la realidad cotidiana. Su trabajo fue punto de partida para muchos historiadores y, aunque poco conocido fuera de la academia, es fundamental para entender los tres siglos de la dominación española.

De un impacto más evidente fue la revolución que en los estudios del pasado indígena significaron la Historia de la literatura náhuatl (1953-1954), de Ángel María Garibay, y La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes (1956), de Miguel León-Portilla. Hasta entonces sólo un puñado de eruditos conocían la poesía indígena y un puñado de arqueólogos estudiaban nuestro pasado prehispánico. Estos libros pusieron al alcance del gran público la poética, la épica, la dramática náhuatl y la interpretación de su significado. En buena medida gracias a ellos, los estudios del pasado indígena dejaron de ser una curiosidad para convertirse en una necesidad nacional. Entre el puñado de arqueólogos e historiadores contemporáneos del padre Garibay destaca Alfonso Caso, de quien se seleccionó su obra póstuma, Reyes y reinos de la mixteca (1977, completada y publicada por Ignacio Bernal), libro resultante de décadas de trabajo con los códices mixtecos y muchas otras fuentes, para presentar apenas un esbozo inicial, pero abarcador y comprensivo, de la historia mixteca.

En los albores de la profesionalización de los estudios históricos y filosóficos, se impulsaron obras colectivas de enorme aliento: en el primer terreno, el Grupo Hiperión se propuso la titánica tarea de elucidar el ser del mexicano; en el segundo, un equipo coordinado por Daniel Cosío Villegas presentó la más ambiciosa obra colectiva, totalizadora, sobre un periodo completo de nuestra historia. El historiador del Grupo Hiperión Luis Villoro propuso en El proceso ideológico de la revolución de Independencia (1953, con otro título) caminos desacostumbrados para entender a los actores sociales colectivos, en el momento en que algunos hombres y mujeres decidían inventar este país. A su vez, dentro de la colectiva y monumental Historia moderna de México (1955-1972), los tres tomos escritos por Cosío Villegas sobre la vida política de 1867 a 1911, constituyen un ejemplo de investigación exhaustiva e interpretación original y rigurosa. Ahora bien, si al lector le asustan las 3 mil páginas de don Daniel, puede optar por las Llamadas, pequeño volumen publicado por separado en el que puede tenerse una idea general de las aportaciones de la obra completa.

Cerremos este artículo con El liberalismo mexicano (1957), de Jesús Reyes Heroles, en el que un político (del que se dice que pudo ser presidente, pero no quiso) busca con rara honestidad y singular erudición el sustento ideológico de su actuación pública.

El rigor y la honestidad en el manejo y la confrontación de las fuentes, la exhaustividad de investigaciones de muchos años y la riqueza y novedad de la interpretación son elementos comunes a estos libros, verdaderos modelos del trabajo de los historiadores dignos de ese título.

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Los buenos libros de historia

Pedro Salmerón Sanginés*/III
P

ara muchos de sus lectores, Edmundo O’Gorman fue el mayor historiador mexicano del siglo XX, y no podía faltar en esta lista de 30 libros ejemplares su obra más significativa, La invención de América (1958), donde refuta la idea de descubrimiento o encuentro de dos mundos, para mostrar cómo aparece en la conciencia occidental la idea de una cuarta parte del mundo. Más allá de mostrar cómo cambia la idea del mundo en Occidente, nos hace ver cómo se construye el ser de este nuevo mundo. Muchos de los peores mitos sobre el mexicano desaparecerían si todos pudiéramos leer esta obra.

Luis González y González ya era un historiador muy reconocido cuando decidió tomarse un año sabático en su pueblo natal, San José de Gracia, Michoacán, y escribir una historia universal de ese rincón del país. Universal, en efecto: la microhistoria introducida por don Luis entiende que en lo pequeño está la cifra de lo grande, que vistas desde abajo, las transformaciones sociales, culturales y políticas adquieren otros tonos y otros ritmos. Magníficamente escrita, Pueblo en vilo (1968) es una obra maestra que nos recuerda que historiar también es conversar y conservar.

Precios del maíz y crisis agrícolas en México (1708-1810), de Enrique Florescano, se inicia mostrando con singular transparencia cómo debe proceder un historiador con respecto al análisis y la crítica de fuentes (ningún aspirante a historiador debería prescindir de su lectura), para luego, con base en esas fuentes, mostrar la pobreza de los habitantes de la Nueva España y la fragilidad de una economía atada a un solo producto en su comercio exterior (la plata) y a un solo producto para su supervivencia (el maíz). El incremento de los precios del maíz y las hambrunas recurrentes explican –entre otras cosas– el hartazgo, la ira acumulada de las multitudes que se sumaron al cura Hidalgo.

Casi al mismo tiempo se publicó Nacionalismo y educación en México, de Josefina Zoraida Vázquez, que explica cómo las políticas educativas del Estado fomentaron sentimientos de cohesión entre los habitantes del territorio mexicano, elementos de identidad que sentaron la base de la idea de nación y nacionalidad. De paso, muestra cosas importantísimas, como el hecho, que debería ser evidente, de lo endeble que eran los elementos de unidad e identidad en el México del siglo XIX, así como lo difícil que fue construirlos. También deja claro que la historia que se enseña a los niños no es eterna ni inocente y que depende de los propósitos de los gobernantes, así como de las discusiones de los historiadores. Es un libro que transforma nuestra idea de México.

Estos historiadores formaron parte de la Generación del Medio Siglo. Arnaldo Córdova pertenece ya a otra, contestataria y crítica, a la que da nombre el movimiento de 1968. Córdova buscó en la Revolución y en las ideas que durante ella se expresaron la naturaleza y los fundamentos ideológicos e históricos del Estado mexicano, alcanzándolo mediante un trabajo de interpretación agudo y riguroso. También explica cómo durante la convención zapatista y villista México conoció el debate de los problemas nacionales más auténticamente representativo, popular y democrático que jamás haya habido a lo largo de su historia, mostrando que esa era otra revolución, no la de los vencedores, lo que es una idea fundamental para entender nuestro pasado. El mismo año en que se publicó La ideología de la Revolución mexicana (1973), apareció La cristiada, de Jean Meyer, mexicano por naturalización que convirtió un tema hasta entonces reservado a la polémica y la diatriba en una parte ineludible de nuestro pasado: la guerra de parte del pueblo católico contra el Estado, a la que él puso el nombre de resonancias homéricas con que ahora se conoce el episodio.

Alfredo López Austin, maestro excepcional y hombre bueno y generoso, publicó en 1973 Hombre-dios. Religión y política en el mundo náhuatl, que es parte de un enorme esfuerzo por comprender la cosmovisión (es decir, la concepción del individuo y la comunidad, del tiempo y el espacio, de lo terrenal y lo sagrado, del devenir histórico) de los antiguos mexicanos. También es coautor –con Leonardo López Luján– de El pasado indígena (1996), que es la mejor puerta de entrada al universo histórico de los antiguos mexicanos, para los lectores no especializados.

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Nota: un grupo de historiadores ha empezado a analizar cotidianamente qué pasa hoy con la historia, en el blog: http://elpresentedelpasado.wordpress.com

Originalmente publicado en : La Jornada en tres partes

Parte 1: Link original http://www.jornada.unam.mx/2013/02/02/opinion/020a2pol

Parte2: Link original http://www.jornada.unam.mx/2013/02/15/politica/024a2pol

Parte3: Link original http://www.jornada.unam.mx/2013/02/23/opinion/020a1pol

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