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Italia impulsa la ley que convierte en delito la inmigración ilegal

El primer Consejo de Ministros de Silvio Berlusconi se celebra en Nápoles, hundida entre toneladas de basura.- El Gobierno aprueba también un decreto ley que endurece la penas de los ‘sin papeles’

El Gobierno de Silvio Berlusconi aprobó ayer un proyecto de ley que define la inmigración clandestina en Italia como un delito, según ha informado el ministro de Asuntos Exteriores, Franco Frattini. La decisión ha sido adoptada durante el primer Consejo de Ministros del Gobierno de Berlusconi, celebrado en la ciudad de Nápoles y que ha durado cuatro horas.

Esta polémica medida ha sido incluida en uno de los tres proyectos de ley sobre seguridad e inmigración aprobados ayer y ahora tendrá que ser debatida en el Parlamento, donde Berlusconi cuenta con una amplia mayoría.

La consideración de la inmigración clandestina como delito ya figuraba en una ley promulgada durante el anterior mandato de Berlusconi, que fue declarada parcialmente inconstitucional. Sin embargo, el primer ministro italiano, volvió a retomar la lucha contra la inmigración ilegal como una de sus principales banderas durante la campaña electoral y ya se ha convertido en uno de los asuntos centrales en la vida política italiana desde que el magnate de la comunicación regresó al poder.

La pena prevista para este delito va de los seis meses a los cuatro años de cárcel, según fuentes políticas citadas por los medios locales. Los partidos de la oposición son contrarios a la introducción de este delito pues, según el dirigente progresista Antonio Di Pietro, producirá “millones de fugitivos” y costará al Estado entre 45 y 50.000 millones de euros”. También se opone a la medida la Iglesia Católica, que lo considera un “error”, ya que, según ha dicho el cardenal Renato Martino, no se puede acusar a los inmigrantes de todo lo malo.

El Ejecutivo de centro-derecha también ha aprobado un decreto ley de inmediata aplicación en el que se agravan las penas a los sin papeles que delinquen. Ha sido rechazada, en cambio, la propuesta para que el Ejército ayude a la Policía a patrullar las áreas más peligrosas de las ciudades.

Penas más duras

Entre la serie de medidas, según las filtraciones a los medios, figura la expulsión de un extranjero cuando haya sido condenado a una pena superior a dos años; el aumento de la pena en un tercio cuando quien comete el delito es un clandestino y fija la permanencia máxima de los inmigrantes ilegales en los centros de acogida en 18 meses.

Quien alquile una vivienda a un ilegal puede ser condenado a una pena que va de seis meses a tres años y multas de entre 100 y 150.000 euros y la casa confiscada. Los padres que manden a sus hijos a la mendicidad pueden ser condenados hasta a tres años de cárcel y le se quitará la patria potestad.

También se contempla el aumento de las penas para los conductores borrachos o drogados, que pueden llegar hasta los diez años de cárcel, y el endurecimiento de los requisitos para adquirir la ciudadanía italiana para el cónyuge extranjero. Hasta ahora bastaban seis meses para conseguirla y a partir de ahora serán necesarios dos años de residencia legal.

“Los vertederos serán verdaderas áreas militarizadas”

Berlusconi ha elegido Nápoles como sede de su primera reunión ministerial para expresar su compromiso con solucionar la crisis de las basuras en esa ciudad sureña, asfixiada con miles de toneladas de inmundicia arrojada en las calles y en algunos pueblos de la periferia. Por ello, los ministros han aprobado a través de un decreto ley un plan extraordinario y urgente para solucionar la crisis y en el que se incluye la declaración de zonas militarizadas para los vertederos, condenas penales para quien impida su utilización y el nombramiento del jefe del Departamento de Protección Civil, Guido Bertolaso, para que supervise la situación.

Berlusconi ha anunciado que se reabrirán cinco vertederos, uno por cada provincia de Campania, que serán considerados “zonas de interés estratégico nacional”. “Serán verdaderas áreas militarizadas, y estarán protegidas por las fuerzas armadas”, ha explicado Berlusconi, que ha añadido que el lugar donde se situarán será secreto hasta su publicación en el Boletín Oficial del Estado.

Asimismo, para quien se introdujera en esas zonas se prevén penas que van de los tres meses a un año de cárcel, mientras que las condenas serán de hasta cinco años para quienes causen desordenes que impidan la normal utilización de los basureros.

Sin embargo, la celebración del Consejo de Ministros en la Prefectura (Gobierno civil) de Nápoles no ha estado exenta de críticas. Frente a las autoridades, que habían asegurado que todo el centro de la ciudad estaría hoy limpio, los medios locales señalaron que se pretendía mostrar hoy una ciudad “limpia” cuando en la periferia siguen acumuladas 50.000 toneladas de desechos.

http://www.elpais.com/articulo/internacional/Italia/impulsa/ley/convierte/delito/inmigracion/ilegal/elpepuint/20080521elpepuint_13/Tes

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Jordi Soler: La mala educación

El endurecimiento de las medidas contra los inmigrantes que aparece cíclicamente en la agenda de la Unión Europea tiene mucho de amnesia y un buen porcentaje de ingenuidad, porque si algo demuestra la historia de los flujos y reflujos migratorios de todos los tiempos es que no hay ley, ni muro, ni forma de impedir la entrada de una persona que, con el irreprochable objetivo de alimentar a su familia, pretende introducirse en un país que le ofrezca mejores oportunidades que el suyo.

La dureza española con la inmigración latinoamericana debería pesar en la conciencia colectiva

¿Olvida España que muchos de sus hijos emigraron a América Latina?

Europa, y aquí viene la amnesia, le debe la vida a todos esos europeos que emigraron a otras latitudes en busca de fortuna; el soplo que trajo el Nuevo Mundo fue crucial para la consolidación del Viejo Continente. ¿Qué hubiera sido de la hoy pujante y boyante Irlanda si en el siglo XIX, durante la gran hambruna, Estados Unidos hubiera “endurecido” las medidas contra los inmigrantes? Éste es un asunto de conciencia nacional con el que tendrán que lidiar en su momento los irlandeses. En cuanto a nosotros, en España también tenemos nuestra propia cuota de amnesia, que nos lleva a hacer cosas que, si nos ajustásemos a cualquier manual de urbanidad básica, serían calificados como esos actos impropios que hace la gente maleducada y malagradecida.

Ahora voy a recordar una historia que debiera ser inolvidable, máxime en estos momentos: en el año de 1937, en la sede de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, todas las democracias del mundo hacían la vista gorda para no condenar el golpe de Estado del general Franco, ni la intervención de Alemania e Italia en la Guerra Civil española. El silencio y la pasividad de aquellos gobiernos frente al golpe contra la República legítimamente constituida fue, y sigue siendo, una vergüenza.

Sólo un país defendió entonces, contra viento y marea, al Gobierno de la República: México. El presidente Lázaro Cárdenas, a través de su embajador en Ginebra, Isidro Fabela, dijo, ante el pasmo de todos los demás, cosas como ésta: “El Gobierno mexicano no reconoce, ni puede reconocer, otro representante legal del Estado español que el Gobierno republicano”. El resto guardó silencio con tanta disciplina que, unos años más tarde, el Gobierno golpista español conseguiría un asiento en la ONU, el organismo en que se convirtió la Sociedad de Naciones, como si se tratara de un gobierno normal, legítimamente elegido por el pueblo.

Lázaro Cárdenas sostenía que las personas que, por cualquier razón, tenían que abandonar su país debían ser recibidas por otro. Esto le parecía un principio de elemental humanidad, y guiado por este principio ofreció asilo a miles de inmigrantes,entre ellos, a decenas de miles de españoles que no sólo habían perdido la guerra sino también su país. Ante el fracaso de su embajador Fabela, cuyos esfuerzos por defender el Gobierno legítimo de Manuel Azaña fueron premiados con un sonoro silencio, Cárdenas abrió las puertas de México a cualquier inmigrante español, con profesión o sin ella, sin más trámite que la necesidad, o el deseo, de rehacer su vida y labrarse un porvenir en aquel lejano país de ultramar.

En estos días en que la Unión Europea endurece, un poco más, las medidas contra los inmigrantes “sin papeles”, no está de más tener presente esta historia, que tiene apenas 70 años de antigüedad, y no está de más recordarla porque las normas comunes que salen de Bruselas, que intentan controlar el flujo de emigrantes que entra todos los días a Europa, no son más que una aproximación, un tanteo, a veces bastante torpe, que con frecuencia se agita según los aires políticos del momento.

Estados Unidos, que nos lleva décadas de ventaja en este tema, se ha cansado de construir muros y leyes y de inventar cuerpos de policía especiales, y aun así no ha podido encontrar la solución para que los emigrantes latinoamericanos dejen de colarse por sus fronteras. La inmigración es el peaje inevitable que tienen que pagar los países ricos, y todo lo que puede hacerse al respecto es, más o menos, acotarla. Porque sin este margen se caería en la persecución, en la criminalización del inmigrante, en la instauración de un Estado policiaco que iría en contra de lo que es Europa, un territorio donde ante todo se practican los valores de respeto de la dignidad humana, sin los cuales este continente se convertiría en un holding de empresarios dedicados a la multiplicación de sus riquezas.

Dentro del margen que el fenómeno exige, cada país europeo debe tener presente su propio historial migratorio, que es parte indisociable de su historia, una particularidad que no puede meterse en el saco general de medidas de la Unión Europea. Por ejemplo, España tiene responsabilidades con Latinoamérica que Irlanda no tiene, porque España, guste o no, es la madre patria de aquel continente y además, a lo largo de su historia, los españoles han emigrado con bastante normalidad a aquellos países; cosa que, hasta hace unos años, también sucedía a la inversa.

Pero aquel periodo idílico, de elemental justicia, se ha terminado: la urgencia europea por controlar el aterrizaje, o el desembarco, de los inmigrantes, ha provocado, entre otras cosas, que el Gobierno español pase por alto esos años, nada remotos, en los que para progresar, para ganarse mejor la vida, había que irse de España, había que emigrar a otro país.

Pondré como ejemplo el caso de un mexicano que quiera viajar a España, porque es el que mejor conozco, porque tiene que ver con esa historia de conmovedora solidaridad que protagonizó el presidente Lázaro Cárdenas, y porque ilustra perfectamente cómo las medidas contra el inmigrante se han endurecido de manera irracional. Setenta años después de aquella historia, todo mexicano que venga, no a quedarse, sino a pasear a España tiene que someterse a un control nada cortés en el aeropuerto de Barajas o en el de El Prat; un control en el que un oficial le exigirá que enseñe el billete de vuelta, una cantidad mínima de 57 euros por cada día de estancia, el comprobante de una reserva de hotel y, si se trata de un turista que viene a visitar a un familiar o amigo, es decir, que no se hospedará en un hotel, una carta de invitación que previamente ese sufrido familiar o amigo habrá tenido que ir a tramitar a la comisaría de su barrio. Hay que añadir, porque no sobra, que los mexicanos son una minoría en España; una minoría que no sólo no amenaza la integridad de la Unión Europea, sino que ni siquiera pinta en las estadísticas del Ministerio de Trabajo e Inmigración.

Estas medidas duras e inútiles, que se aplican sin ningún rubor tanto a los mexicanos como a la mayoría de los latinoamericanos, hijos todos de la madre patria, deberían pesar en la conciencia colectiva de España, que hoy es rica y próspera gracias a sus emigrantes y a sus inmigrantes. Olvidar esto, pasarlo por alto, es de gente mal educada.

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Marcos Roitman Rosenmann: Huelgas de inmigrantes sin papeles

La crisis actual del capitalismo tiene sus peculiaridades. Mientras los empresarios, grandes capitalistas, banqueros y patronal piden a gritos la intervención salvadora del Estado por medio de subvenciones, exenciones tributarias, mayor flexibilización del mercado laboral y bajar el salario mínimo, los trabajadores inmigrantes sin papeles van a la huelga. Eso sucede en Francia y en el sur de España. Algo está cambiando. Se trata de una circunstancia novedosa. La contradicción de un neocapitalismo de corte oligárquico, cuya organización laboral se fundamenta en la concentración del poder, la descentralización de la producción y la discontinuidad del tiempo de trabajo, facilita el nacimiento de un empleo precario cuya figura es el inmigrante sin papeles. Personas abocadas a no escatimar en las ofertas de trabajo y aceptar cualquier opción. Si bien es una seña de identidad del capitalismo trasnacional, lo específico de la flexibilización del mercado laboral y de los inmigrantes sin papeles es su ubicación en los sectores de la construcción, la hostelería, la maquila, la agricultura y el servicio doméstico.

Si se quiere una garantía de éxito y continuidad en la contratación de ilegales es necesaria una complicidad entre las organizaciones empresariales, las instituciones estatales y los empleados. Nada parece alterar este equilibrio. Unos a otros se cubren las espaldas, asumiendo los riesgos de la ilegalidad. Cuando hay una inspección son alertados, se retiran o simplemente se hace la vista gorda. En momentos de auge y euforia del capitalismo, donde el dinero circula y hay para todos, nadie se queja. Unos explotan y otros son explotados. Las ganancias se reparten desigualmente, pero cubren las expectativas. Incluso se negocia al alza y se pagan sueldos aceptables, según la benevolencia del patrón. Si se producen accidentes en el trabajo, en España y en Francia, la seguridad social sigue siendo uno de las pocos servicios públicos no privatizados por la acción del liberalismo, y cubre todos los costes médicos. Todo está atado y bien atado. Además, los costes de la baja laboral se pagan bajo cuerda. Nadie sale perjudicado. Incluso, según sea el alcance del daño, pérdida de una mano, del ojo o traumatismo, se puede negociar la regularización de la residencia y la incorporación a la empresa. Aun así, los sin papeles, para convertirse en inmigrantes de primera, cuando acuden a las instancias legales lo hacen a título individual y tutelados por abogados y especialistas. No se asocian, no se plantean una acción colectiva frente a la patronal, ni solicitan de sus empleadores el cumplimiento de la ley. Soportan colas de pernocta y vigilia en las puertas de comisarias y ministerios esperando obtener un número para acceder a una ventanilla donde un funcionario abrirá un expediente sin garantía de éxito. Pero no les importa, dan por seguro que el sufrimiento es el aliado para lograr la compasión del sistema y acceder a los papeles.

Con el euro por las nubes y el dólar por los suelos, el discurso del liberalismo económico se viene al traste. El libre mercado es una falacia. El capitalista gana todo lo que puede sin pensar en el futuro. Amasa su riqueza y cuando sus arcas se vacían pone el grito en el cielo evocando los males de un orden dislocado sin planificación económica y la dejadez de gobernantes en su deber de controlar la inflación, los salarios y los índices macroeconómicos. Implora una solución. El recetario es siempre el mismo. Ellos, los capitalistas, deben ser los receptores de las ayudas. Si alguien tiene que ajustarse el cinturón deben ser los trabajadores. Están acostumbrados a pasar hambre y sufrir penurias, forma parte de su naturaleza. No crean riqueza y en tiempos de crisis son prescindibles. Ni qué decir de los inmigrantes; pueden ser repatriados de manera inmediata. Basta con reprimir sus demandas y desarticular sus organizaciones. El Estado debe actuar en consecuencia.

Sin embargo, en medio de este discurso ramplón se levanta otra realidad. El capitalismo realmente existente en Francia y en España, en sectores que dan lustre a la imagen turística, está en manos de trabajadores inmigrantes ilegales. En otras palabras, son los sin papeles quienes les sacan las castañas del fuego. Y ahora, este colectivo se ha puesto en huelga. En la hostelería, por ejemplo, se inicia un movimiento de gran alcance. Lo cual es un punto de inflexión. La reivindicación de derechos pone en cuestión por un lado, la política de inmigración y, por otro, los tópicos sobre quiénes son y cómo se comportan los inmigrantes. Los sin papeles ya no son los negros africanos, los amarillos asiáticos, los latinos narcotraficantes, delincuentes, mafiosos marginales: son trabajadores cuya dignidad no se arrebata desde el discurso xenófobo o racista del gobierno de Nicolas Sarkozy, en Francia, o Silvio Berlusconi, en Italia, o en la España incluso del Partido Socialista Obrero Español.

Ha sido la recesión del capitalismo especulativo, donde el despido se avizora como el horizonte probable lo que levanta la reivindicación del colectivo de los sin papeles. Han dicho basta. En París y en Andalucía se inicia la restauración. Las pérdidas no dejan indiferentes a la patronal. En algunos restaurantes llegan a 7 mil euros diarios. Los camareros, los cocineros, los dependientes no se presentan a trabajar. No hay quien lleve los platos a la mesa. Y por primera vez la huelga cuenta con voces de apoyo entre empresarios, que exigen un cambio en la política de inmigración. Hay que legalizar. Contratar a los sin papeles. En la agricultura está sucediendo algo similar. Las cosechas de temporada sufren los avatares de la unidad de acción de los sin papeles, trabajadores cuya dignidad se levanta y su voz se escucha alta y clara. El miedo se pierde y se rompe la dinámica del capitalismo trasnacional fundada en la mano de obra de ilegales explotados como mano de obra semiesclava. Son nuevos tiempos. Los inmigrantes transforman el proyecto de sociedad democrática con sus nuevas organizaciones y reivindicaciones. Esperemos que no sea flor de un día.

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/04/29/index.php?section=opinion&article=015a1pol

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