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Julio Morejón: Israel: Una ideología en harapos o trampas de Benjamín

Israel se estremeció cuando a principios de mes casi medio millón de manifestantes se concentraron en diversas ciudades para exigir al gobierno del bloque Likud, de Benjamín Netanyahu, cambios económicos y sociales.

 

Ese país -tenido como uno de los más estables del Oriente Medio, pese a su cariz guerrerista- ha sufrido en ocasiones convulsiones internas que lo colocaron al borde de la crisis, como resultó cuando las guerrillas del Hizbalá derrotaron a sus tropas en la pasada guerra de Líbano.
Tal suceso repercutió negativamente en la élite político-militar israelí, que percibió el revés como el resquebrajamiento de su poderío subregional y que podía afectar su abigarrada concepción de la seguridad, especialmente antiárabe.
Sin embargo, el actual conflicto social no parece relacionarse en forma directa con el “enemigo tradicional”, sino que es la expresión pública de un proceso que denota las inconsistencias de un sistema que trata de preservar dogmas de una ideología política ajena a la contemporaneidad.
Esta vez son los llamados indignados, integrantes de un movimiento nacido en Tel Aviv, que en corto tiempo aglutinó a millares de ciudadanos alrededor de demandas relativas al declive del nivel de vida y contra la incapacidad gubernamental de restablecer paradigmas de beneficios que les salvaguarde de la ortodoxia neoliberal.
La iniciativa tomó forma cuando una joven, Dafni Lif, “plantó una tienda de campaña en un céntrico bulevar de la ciudad tras quedarse sin el apartamento que alquilaba”.
Ese caso fue seguido por otros en similares o en parecidas condiciones, lo que llenó con celeridad la avenida de centenares de cobertizos, una clara manifestación de protesta que continuó escalando cada día.
En julio salieron a la calle 300 mil indignados, sobre todo, para rechazar el alto precio de la vivienda en todo el país.
A principios de este mes se convocó a la llamada marcha del millón, que finalmente sacó a 450 mil personas a las calles israelíes, y se evalúa como la movilización más importante en la historia del Estado.
Según la prensa, tras la demostración en Tel Aviv, la inconformidad “se extendió a otras ciudades y fue el movimiento más amplio de protesta socioeconómica que tuvo como germen la lucha contra los elevados precios de la vivienda, para luego pasar a pronunciarse en contra del incremento del costo de la vida”.
Esa situación lanza por la borda el criterio de que el modelo socioeconómico israelí carece de distorsiones o deformaciones como lo hicieron creer en el imaginario internacional desde los tiempos de su instalación como Estado, en mayo de 1948.
En aquel entonces la célula esencial era el factor colectivo, que posibilitó avanzar en su desarrollo interno y como gendarme de occidente en la estratégica región del Oriente Medio, después la imagen de cooperativa cedió su espacio a la propiedad privada corporativa y luego a la de tipo neoliberal, la cual opera ahora.
Si bien el sueño del Gran Israel persiste como un propósito colonial y se evidencia su apego con la usurpación de tierras árabes, ocupadas durante 1967, cuando la llamada Guerra de los Seis Días, hoy la realidad es una bofetada muchas veces inesperada y difícil de esquivar, y la pretendida fraternidad es historia.
Muchas demandas se centraron en la carestía de la vivienda, cuyos precios en los últimos cinco años aumentaron alrededor de un 30 por ciento, lo que se considera un asunto muy sensible, incluso entre los más escépticos.
Los jefes de la protesta social subrayaron que no hay una decisión oficial de ningún tipo para desarticular sus protestas e insistieron en que cada integrante de la demostración decidiera individualmente sus próximos pasos en las jornadas que se avecinan, que podrían ser convulsas.
Según ellos, los lugares de acampada desde el pasado mes de julio “se convertirán a partir de ahora en puntos de encuentro para foros de debate y asambleas”, lo cual puede devenir testigo crítico o enjuiciar la gestión de la autoridad.
Los recientes sucesos son acciones que fragmentan la imagen unitaria confeccionada por el Estado de Israel; afloran fisuras en la médula política y a eso se adiciona el descrédito moral a la luz del derecho por la apropiación de zonas palestinas para ampliar las colonias en Cisjordania y el bloqueo a la Franja de Gaza.
Todo esto acontece cuando un asunto crucial se debatirá en las Naciones Unidas, la inclusión de Palestina como Estado miembro de esa organización, la cual en 1948 adoptó la Resolución 181 (II) que arrancó a ese territorio de su histórico asiento y lanzó a su pueblo a un peregrinar aún sin concluir.
Algunas fuentes facultadas para conceptualizar el momento por el que transita Tel Aviv dejan claro que ese instante no se debe agotar y plantean la configuración de un liderazgo útil y realista e incluso se refieren a que es positiva una remodelación de la izquierda frente al ultraderechismo del Likud.
En esa línea, la incertidumbre motiva pensar cuál será la nueva jugada de Benjamín Netanyahu ante el escarnio mundial anunciado, cuando la ONU acepte en su seno en octubre a un país ocupado, lo cual se estima respalden unos 160 países.
Sin embargo, no es de extrañar que para capitalizar algunos puntos el primer ministro maniobre con la carta del oportunismo.
Netanyahu podría optar por enmascarar problemas básicos de su administración, los cuales harían estallar al Estado como institución y culpar por ellos, como lo ha hecho antes a la crisis mundial, como al entorno árabe y a sus vecinos palestinos, en fin, todo para restar credibilidad al evento histórico que se aproxima.

Al final, la interrogante que subyace es hasta cuándo Benjamín continuará haciendo trampas.

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Carlos Fazio: Miedo y dominación

Las relaciones de Estados Unidos con México y América Latina pasan por una fase de restructuración que tiende hacia la formación de estados autoritarios en la región. A nivel ideológico y represivo, la imposición del sistema de dominación neoliberal de comienzos de los años 90 no significó una ruptura con el modelo anterior. Tras el triunfo de la revolución cubana en 1959, John F. Kennedy utilizó una doble vía para consolidar la hegemonía estadunidense en el área: la Alianza para el Progreso y el militarismo. De la mano de la Doctrina de Seguridad Nacional, Washington y los ejércitos latinoamericanos definieron al “enemigo interno”: el comunista, el tupamaro, el montonero, los “cívicos” de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas y la Liga 23 en México, como encarnación de la “antipatria” y la “subversión atea”. La contrainsurgencia echó mano de la guerra sucia, los escuadrones de la muerte y el paramilitarismo en el campo, y condujo al terrorismo de Estado, con un alto saldo de ejecuciones sumarias extrajudiciales, desapariciones forzadas, torturados, presos políticos y exiliados. También aplicó la guerra de baja intensidad contra la Nicaragua sandinista e invadió Granada y Panamá.

Tras la autodisolución de la Unión Soviética (1989), a la par del neoliberalismo, Washington impulsó la “guerra” a las drogas: el narcotráfico como sustituto del fantasma comunista. El 11 de septiembre de 2001 dio a la administración de Bush la oportunidad para un golpe de Estado técnico en Estados Unidos y la imposición de la Ley Patriótica. Y con el uso de la mentira como arma de guerra invadió Afganistán e Irak. Asimismo, inició la “guerra contra el terrorismo”, como enemigo unificador.

Si la Doctrina de Seguridad Nacional fue un instrumento ideológico-militar apto para contrarrestar los movimientos de liberación nacional en los años 60/70, hoy, tras la larga noche de la dictadura del pensamiento único neoliberal, el imperio, las oligarquías vernáculas y sus administradores cipayos han venido trabajando en la construcción social del miedo y de los nuevos enemigos internos para imponer su modelo de dominación.

Los tres ejes claves para la construcción del miedo y remilitarizar el nuevo Estado autoritario son el terrorismo, incluido el eje del mal, con Cuba y Venezuela a escala regional; el populismo radical (Hugo Chávez, Evo Morales, López Obrador), y el crimen organizado. Mediante esos enemigos míticos, elusivos e impredecibles –que actúan de distractores administrados y potenciados por los medios de difusión masiva como propagandistas de la “razón de Estado”– el sistema busca legitimar el uso de la fuerza y genera de facto un Estado de excepción provisto de nuevas leyes de carácter represivo que recortan las garantías individuales y colectivas.

El nuevo Estado militarizado se presenta como el “salvador” y, según dice Robinson Salazar, con el juego de la lucha contra el terrorismo y el crimen organizado “encarcela a la sociedad”. Nos vigila. Limita los espacios públicos. Invade la privacidad de la persona. Impone leyes antiterroristas a imagen y semejanza de la Ley Patriótica. Discrimina. Fomenta la delación. El no te metas.

El miedo construye escenarios de riesgos en la subjetividad colectiva y altera la vida cotidiana mediante la angustia, el temor y una sensación de peligro latente. Ante el temor de la sociedad, y como forma de fomentar la fragmentación social y el individualismo, de erosionar la vida comunitaria y la solidaridad, el sistema genera imaginarios de exclusión: guetos, barrios amurallados en fraccionamientos con seguridad privada.

La imposición de un nuevo modelo policial-militar está en función de objetivos económicos que tienden a cristalizar a través de megaproyectos regionales como el Plan Colombia-Iniciativa Andina, el Plan Puebla-Panamá y la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana. Elaborados por el Banco Mundial y el BID, tales proyectos sirven a grandes corporaciones multinacionales. Vienen por el petróleo, el gas natural, el agua de los ríos para generar electricidad, el uranio, la biodiversidad. Buscan generar corredores multinodales para extraer por tierra, mar y aire nuestros recursos e inundar nuestros mercados con sus productos. Tales proyectos se inscriben en lo que John Saxe-Fernández ha llamado la “geopolítica del desalojo”: promueven la contrarreforma agraria y el vaciamiento forzoso de tierras, muchas veces por medio del paramilitarismo y/o empresas de “contratistas privados” compuestas por mercenarios.

En ese contexto se inscriben la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN); el Plan México, símil del Plan Colombia, y la reactivación del Plan Puebla-Panamá, que para este año tiene prevista la interconexión eléctrica del sur-sureste de México con Centroamérica. Eso tiene que ver con Carlos Slim, la Halliburton, Chevron y otras corporaciones de Estados Unidos, pero también con un puñado de empresas españolas que llevan a cabo la reconquista de América: Endesa, Iberdrola, Unión Fenosa, Repsol, entre otras. Lo que conecta con la designación de Juan Camilo Mouriño en Gobernación, con el proyecto calderonista-priísta de privatizar Pemex y la Comisión Federal de Electricidad, con La Parota en Guerrero y el achicamiento del cerco militar y paramilitar en Montes Azules sobre las autonomías zapatistas.

La construcción del miedo y la fabricación de nuevos enemigos –incluida la enésima “guerra” contra el narcotráfico– sirven al gran capital. En función de ello necesitan legitimar la “mano dura” y aterrizar las armas de la Iniciativa Mérida para reprimir al pueblo, que se viene organizando desde debajo de múltiples maneras, acumulando fuerza, elaborando proyectos alternativos. Es porque el pueblo avanza en conciencia y organización que los que mandan necesitan militarizar más al Estado.
* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/01/28/index.php?section=politica&article=020a1pol

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