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José Cueli: Lo omnioso

Infinidad de adjetivos se han vertido en días recientes para intentar calificar el estado emocional y los afectos que los acontecimientos recientes nos han despertado. A las brutales y desgarradoras imágenes se han agregado las palabras que intentan dar cuenta de lo experimentado en lo más íntimo de nuestro ser. Pero una vez más corroboramos que el lenguaje no nos alcanza para dar cuenta de lo que discurre por lo síquico, que siempre hay un plus que se escapa. Saturados los sentidos, aturdida la razón, rebasada nuestra capacidad elaborativa, sólo nos queda la confusión y el desasosiego.

La ficción ha rebasado a la realidad, y ahora el “enemigo” (la diferencia de conflagraciones anteriores) es del orden del fantasma, del orden de “algo” amenazante que no tiene rostro, de una amenaza que no puede encuadrarse en el tiempo ni en el espacio y que por tanto nos confronta descarnadamente a una experiencia ominosa, siniestra.

Freud publica en 1919 un escrito sobre la experiencia de lo ominoso. Allí puntualiza que no hay duda alguna de que lo ominoso, lo siniestro, pertenece al orden de lo terrorífico, siendo aquello que suscita angustia y horror. Para él, lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo. Al preguntarse cómo es posible que algo familiar se vuelva ominoso y en qué condiciones se presenta de esta forma, recurre al análisis de la palabra alemana unheimlich, que es lo opuesto de heimlich, que puede ser traducido como familiar, íntimo; luego entonces, lo unheimlich, lo ominoso, resulta algo terrorífico justamente porque no es consabido. Sin embargo, nos advierte lo siguiente: “Sólo puede decirse que lo novedoso se vuelve fácilmente terrorífico y ominoso; algo de lo novedoso es ominoso pero no todo. A lo nuevo y no familiar tiene que agregarse algo que lo vuelva ominoso (…) Lo ominoso sería siempre, en verdad, algo dentro de lo cual uno no se orienta”.

Lo heimlich se torna unheimlich, pero como Freud nos advierte, el vocablo no es unívoco, por tanto está abierto a múltiples sentidos y que lo que allí aparece es el retorno de lo reprimido, de lo reprimido infantil. El texto citado continúa con el análisis de una de las Piezas nocturnas, de Hoffman: El hombre de arena. Hace aquí valiosas aportaciones en cuanto al efecto del doble qué, en su origen, “fue una seguridad contra el sepultamiento del yo, una enérgica desmentida del poder de la muerte… el recurso a esa duplicación para defenderse del aniquilamiento… de un seguro de supervivencia, pasa a ser el ominoso anunciador de la muerte”.

La lectura de este texto de Freud ilustra a la perfección el juego macabro en el que parecemos suspendidos, como marionetas, en estos terribles momentos. Así como Nathaniel, el personaje de Hoffman, experimentó lo siniestro en la infancia al escuchar el relato del hombre de arena y el posterior encuentro con el óptico Coppola lo aterró, así nosotros creemos reconocer las figuras terroríficas de la infancia, en las aterradoras imágenes que las televisoras no se cansan de explotar.

Aquello antaño hospitalario se nos torna agreste e inhóspito, el amigo en enemigo, el civilizado en salvaje agresor, la seguridad en miedo, la certidumbre en paranoia y todo se torna un desdoblamiento especular de aquello íntimo, familiar y a la vez siniestro que nos habita. Se confunden el adentro y el afuera, la fantasía con la realidad y la razón se sale de sus goznes. Ante el “enemigo” sin rostro, ante el retorno de lo reprimido, ante la amenaza de lo fantasmático, aparecen, inevitablemente, las fantasías más arcaicas, la paranoia y las actuaciones. La angustia lo matiza todo, lo más irracional aflora y la capacidad para la reflexión nos abandona, creencia y delirio se traslapan con los graves riesgos que esto conlleva.

Parafraseando a Freud; el mundo se nos ha tornado unheimlich, el mundo se nos ha poblado de fantasmas. Convendría recordar en estos momentos las palabras del poeta Meleagro: “La única patria, extranjero, es el mundo en que vivimos; un único caos produjo a todos los mortales”.

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José Cueli: La circuncisión y el amor brujo

El modelo del “Block Maravilloso” freudiano, en opinión de Jacques Derrida, incorpora entre otras cosas lo que en apariencia habría parecido contradecir, bajo la forma de una pulsión de destrucción, la propia pulsión de conservación, que se podría denominar la pulsión de archivo, el mal del archivo: “Ciertamente no habría deseo de archivo sin la finitud radical; sin la posibilidad de un olvido que no se limita a la represión. Sobre todo, y he aquí lo más grave, más allá o más acá de ese simple límite que se llama finidad o finitud: no habría mal de archivo sin la amenaza de esa pulsión de muerte, de agresión y de destrucción. Ahora bien, esta amenaza es infinita, arrastra la lógica de la finitud y los simples límites fácticos, la estética trascendental, se podría decir, las condiciones espacio-temporales de la conservación. Digamos más bien que abusa de ellos”.

En la implicación de lo infinito, el mal de archivo está tocando el mal radical.

El otro aspecto crucial aludido por Derrida es el asunto de la singularidad literal que se perfila hacia la figurabilidad. “Inscribiendo de nuevo la inscripción, conmemora a su manera, en efecto, una circuncisión”. Trazo que marca una incisión en plena piel. Asunto de estratificación laminada, sobreimpresión peliculada de marcas epidérmicas que desafían al análisis. Archivos sedimentados, de los cuales algunos estuvieran como tatuajes, inscritos en plena epidermis de un cuerpo propio” (…) Imposible capricho epidérmico (…) Figurabilidad y pulsión de destrucción que se maquilla con tintes de erotismo, siendo un hermoso ejemplo de ello el desesperado cante al amor perdido que incita a la realización de sortilegios y de invocación a las fuerzas del mal, en el rincón de los “encantamientos” como en la obra El amor brujo, de Manuel de Falla: imagen del fuego fatuo, si le huyes te persigue, si le llamas echa a correr. Está donde no le llaman, acude cuando no se le invoca (…) Presencia de una ausencia, fugacidad del instante…

Asimismo, las alusiones de Derrida al asunto de la estratificación laminada, de la sobre-impresión peliculada y de la resistencia y desafío al análisis que bien puede conectarse con la mecánica del proceso onírico.

Después del tatuaje, la cicatriz u ombligo del sueño o del texto –el sueño es una lectura-escritura– desaparecen y se ocultan (en su develamiento) bajo todo género de ropajes. Es en el ombligo del sueño-sueño (La inyección de Irma) el lugar en que los hilos del sueño se aposentan en el no-sentido. Ese ombligo incognoscible –dice Freud– donde los hilos del sentido se enmarañan haciendo imposible desenredarlos, ese centro, el no sentido, que es tanto como aceptar que la clausura de la metafísica no es hermética, sino que presenta fisuras por donde lo irracional hace su aparición.

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John M. Ackerman: La ley como fetiche

El fetichismo se caracteriza por la atribución de poderes sobrenaturales a un objeto material o social. Augusto Comte utilizó el término para estudiar las religiones tradicionales que idolatran árboles, máscaras y tótems como entes mágicos. Carlos Marx teorizaba sobre el fetichismo del capital, que hace que las mercancías cobren vida y valor independiente del trabajo humano incorporado en ellas. Sigmund Freud escribió sobre los fetiches sexuales, encarnados en un objeto o una parte del cuerpo humano que provocan un deseo sexual desproporcionado. El fetichismo, pues, implica la extracción de algo de su contexto y la consecuente exageración de sus poderes propios.

La ley no es algo mágico o sobrenatural, sino una construcción social. Las normas son redactadas por personas con inquietudes políticas, escritas en un lenguaje en constante transformación, e interpretadas por seres humanos de carne y hueso. Es un grave error hablar de “la ley”, “el Estado de derecho” o “la legalidad” a secas, como si fueran entes con vida propia independiente del contexto social y político en que se desarrollan. Tal fetichismo de la norma nos remite a las peores épocas del autoritarismo del Estado en que ni la ciudadanía ni los servidores públicos tenían derecho a cuestionar o a interpretar la ley, sino tenían que limitarse a obedecer dócilmente la “razón del Estado”.

Los debates recientes sobre la consulta popular y la reforma petrolera demuestran que el fetichismo sigue vivo en el México democrático de hoy. En su agria réplica a Arnaldo Córdova (El Universal, viernes 13 de junio), Miguel Carbonell se erige guardián de la “ciencia jurídica” y califica a Córdova de “espiritista” e “ideólogo”. Carbonell se presenta como un intérprete puro del “alcance semántico” de las palabras de la Constitución, como alguien dotado de poderes sobrenaturales para sentir directamente y sin mediaciones la esencia de un objeto sagrado. Según él, todo lo demás es dogma e ideología. Pero cabe preguntarnos si el “espiritista” es Córdova o Carbonell, ya que al dar al traste con la historia del país y el pacto social encarnado en la Carta Magna el replicante termina convirtiendo la ley en fetiche.

Otro ejemplo al respecto lo constituye un texto reciente de José Woldenberg (“La consulta”, Reforma, 5 de junio) que recurre al famoso “principio de legalidad” para señalar que la consulta sería ilegal dado que los funcionarios públicos solamente pueden hacer lo que está explícitamente permitido por la ley. Siguiendo una larga tradición que utiliza este principio para justificar la inacción y la pasividad gubernamental, el autor concluye que Marcelo Ebrard no puede organizar una consulta en materia petrolera porque el Gobierno del Distrito Federal no cuenta con un voto en el Congreso de la Unión.

De acuerdo con la muy particular interpretación del antiguo consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), las autoridades públicas deben comportarse como autómatas burocratizados sin imaginación, creatividad o cercanía con la ciudadanía. Según Woldenberg, el jefe de Gobierno no tendría por qué inmiscuirse en asuntos que no son de su competencia, aun cuando un amplio porcentaje del presupuesto del Distrito Federal venga de participaciones federales financiadas precisamente por la renta petrolera.

El problema es que si llevamos esta lógica hasta sus últimas consecuencias llegaríamos a una situación de parálisis gubernamental verdaderamente absurda. Por ejemplo, el artículo 70 de la Ley de Participación Ciudadana del Distrito Federal señala que los recorridos de los jefes delegacionales tienen la finalidad de “verificar la forma y las condiciones en que se prestan los servicios públicos [así como] el estado en que se encuentren los sitios, obras e instalaciones en que la comunidad tenga interés”. No se hace mención alguna a la problemática social de la entidad. Así que si un ciudadano se acercara al jefe delegacional durante su recorrido para conversar sobre la drogadicción o el desempleo, el servidor público tendría que evitar este intercambio o de lo contrario exponerse a ser enjuiciado por “extralimitarse” en sus funciones.

En el mismo orden de ideas, Diego Valadés nos ha recordado que tampoco hay norma que ordene a la Presidencia de la República realizar encuestas todos los días. Sería tan absurdo prohibir una consulta popular como impedir la realización de estos cotidianos sondeos. Ambas actividades son ejercicios perfectamente legítimos orientados a conocer la opinión y el sentir de la población.

Desde luego que quienes nos gobiernan deben tener cierto margen de maniobra para atender las necesidades de la ciudadanía, escuchar al electorado y cumplir con el mandato popular. Las leyes no son fetiches y no debieran ser empleadas como programas de computación, sino interpretadas con un sentido histórico y aplicadas con creatividad, arrojo y apertura. La consulta propuesta para el 27 de julio es un ejemplo de la nueva forma de ejercer el poder público que empieza a articularse en el México democrático de hoy.

* La Jornada

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José Cueli: Confrontación profunda

Existe entre Freud y Wittgenstein un acento en común. La obra de ambos, a su manera, produjo un efecto subversivo sobre el saber.

La obra de los dos tiene como esencia un quehacer analítico. La piedra angular, para Freud, fue el desciframiento del lenguaje del insconsciente; para Wittgenstein, los “juegos del lenguaje”. Ambos pertenecieron al universo cultural vienés, pero en lo formal nunca hubo un encuentro entre ellos.

Sin embargo, entre la obra de estos dos talentos existe una interesante y fecunda confrontación. Como dice Assoun: “Más allá de ese encuentro frustrado, la confrontación de los ‘entendimientos’ ya no puede aplazarse sin que se transforme en una denegación filosófica”. Esta confrontación teórica, dada la riqueza de ambas obras, merece una tarea de exégesis, permitiendo la creación de un espacio donde el fundador del sicoanálisis y el filósofo de los “juegos del lenguaje” puedan establecer un diálogo con nosotros.

En el texto de Wittgenstein, Conversaciones sobre Freud, quien según sus propias palabras se consideraba discípulo de Freud, establece una confrontación que se basa, en cierta medida, en la temática de esa “actitud crítica”: a partir de la lógica del asentimiento sicoanalítico. Wittgenstein inaugura un camino, después seguido por Derrida, de una crítica y un rexamen de la teoría freudiana de la interpretación (a través de la “vía regia” de acceso al inconsciente: los sueños), que se convierte en interesante crítica epistemológica del modo de pensar y de la racionalidad analíticas.

En realidad, la obra de ambos lo que instaura es una apertura al pensamiento contemporáneo para repensar el inconsciente y el lenguaje, la racionalidad y la ética e incluso el malestar en la cultura. Se abre también con ello la interrogación sobre el saber y el estatuto del sujeto.

La confrontación Wittgenstein-Freud, fecunda y exegética por naturaleza, no sólo representa el encuentro de dos formas de pensamiento, sino el diálogo posible entre la filosofía y el sicoanálisis.

Cabe aquí citar algunas interesantes reflexiones que Marcelo Pasternac, en su excelente libro Lacan o Derrida: psicoanálisis o análisis deconstructivo, de reciente publicación, hace al respecto: “El psicoanálisis y la filosofía son prácticas, campos, actividades, ámbitos (Wittgenstein diría son ‘juegos de lenguaje’) distintos”.

Dicho así suena como una evidencia que no necesita más consideraciones y que, por tanto, no justificaría que se pierda tanto tiempo en disquisiciones. Sin embargo, esa “evidencia” no resulta tan evidente. “Hay filósofos que no se privan de disertar sobre el psicoanálisis y de hacerle observaciones y objeciones que no deberían dejar indiferentes a los psicoanalistas. Por su parte, los hallazgos del psicoanálisis no deberían carecer de consecuencias sobre las elaboraciones de los filósofos, no dejarían de imponer, si son válidos, ciertos límites al despliegue de las concepciones filosóficas”.

En mi opinión, y de acuerdo con Pasternac, a los sicoanalistas nos interesa leer la obra de filósofos que objeten y critiquen con seriedad y con fundamento al sicoanálisis. De ahí el particular interés que despiertan las obras de Wittgenstein y Derrida para nosotros.

Con Wittgenstein el cuestionamiento atraviesa por el tema del asentimiento en el sicoanálisis, mientras que con Derrida, en su obra reciente, la disertación se focaliza en el problema de la resistencia al y del sicoanálisis.

En este diálogo continuo con el episteme, como señala Pasternac, el picoanálisis puede ubicarse en la categoría de “una práctica y un saber que pueden sostener su pertinencia y su racionalidad sin apelar al dominio de la creencia y que, más aún, pueden dar cuenta de la cuestión de la “creencia” como una dimensión de la subjetividad y como un aspecto que está en juego en el devenir mismo de la experiencia analítica, como algo que el mismo psicoanálisis permitirá destituir en su culminación en el fin de un análisis cuando sobre su ruina se instituya el sujeto, eventualmente como pasaje de la posición de analizante a la de analista”.

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/05/02/index.php?section=opinion&article=a06a1cul

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