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Marcelo Colussi: Latinoamérica, en defensa de la universidad pública

En Latinoamérica las universidades tienen una larga historia. Se crearon ya en los primeros años de la conquista; la primera de ellas nace en 1538: la Imperial y Pontificia de Santo Tomás de Aquino en la isla de Santo Domingo. Años más tarde, en 1551, se fundan la de Lima y la Nacional de México.

En 1636, cuando apenas nacía la de Harvard en Estados Unidos, ya había trece universidades en la región latinoamericana, llegando más tarde a 31 en el momento en que se producen los procesos independentistas a comienzos del siglo XIX. En todos los casos, estas instituciones reflejaban el modelo medieval traído de Europa, asociado siempre con los poderes de la realeza y de la iglesia católica. Con la independencia de las nuevas repúblicas comienza a introducirse una nueva idea de universidad, acorde con el surgimiento de las nuevos Estados desarrollados sobre los modelos europeo y estadounidense, con la misión básica de formar profesionales liberales y desarrollar disciplinas académicas.

El modelo en juego imitaba el concepto napoleónico del siglo XIX, en el que la preparación profesional se separaba de los centros de generación del conocimiento, exclusivamente académicos y científicos. Frente a este modelo de profesional liberal fue surgiendo otra concepción en Alemania, donde aparece la “universidad de investigación”. Allí la enseñanza técnica se combinaba con la generación del conocimiento puro y la ciencia, lo cual tuvo el valor de una verdadera revolución académica. Ese esquema investigativo fue consolidándose en Europa durante el siglo XIX y luego en Estados Unidos, acorde al crecimiento económico que iba impulsando más y más desarrollos técnicos para la floreciente industria capitalista. Ese modelo se fue solidificando y es el imperante hoy día, en el que se da una asociación directa del conocimiento generado en la universidad con su aplicación práctica en la esfera económica, vía empresas privadas básicamente. En el transcurso del siglo XX la investigación científico-técnica terminó por ligarse enteramente al crecimiento económico, y las ciencias pasaron a ser el sostén de la industria moderna. El modelo universitario, por tanto, pasó a ser una actividad inseparable del crecimiento económico del capitalismo desarrollado, ya completamente alejado de los esquemas medievales que llegaron a Latinoamérica con los años de colonia.

En el siglo XXI esa tendencia se mantiene y profundiza, más aún con los nuevos paradigmas de producción caracterizados por la globalización de la economía y el paso hacia la “sociedad del conocimiento”, basada cada vez más en tecnologías hiper desarrolladas y sumamente cambiantes, enfermizamente competitivas. La tendencia, muy evidente en los países del Norte y que también llega al Sur, a veces provocando procesos distorsionados, forzados, es poner la universidad de investigación al total servicio del mercado, llegando así a la noción de “universidad empresarial”, donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio concebida desde el lucro y donde se va esfumando la idea de desarrollo social, de extensión y servicio comunitario. Pero todos estos procesos, surgidos en los países que marcan el rumbo, llegan a la región latinoamericana como tibia copia. No ha habido, en general, procesos con dinámicas propias. Siempre se ha tratado de imitar al Norte, visto como opulento y modelo a seguir.

A principios del siglo XX, en toda Latinoamérica tienen lugar procesos de profunda autocrítica y explosión renovadora en el seno de las universidades. Surgidas en la de Córdoba, Argentina, las protestas estudiantiles denunciaban la permanencia de estructuras clasistas y oligarcas en instituciones que no respondían a los procesos de modernización social que vivía el país por aquel entonces, con casas de altos estudios aún organizadas según criterios semi-medievales arrastrados durante toda la colonia, sentando así las bases para una ola de reformas universitarias y crítica social que en las primeras décadas del siglo va a barrer toda la región. Pero esos explosivos movimientos reformistas sólo llegaron a resultados reales en el plano político, sin alcanzar a transformar las estructuras económico-sociales de base de sus respectivas sociedades.

Las banderas fundamentales levantadas por estos movimientos eran la autonomía universitaria y la cogestión, elementos que se consideraron principios necesarios para convertir a las universidades en motores eficientes de la democratización social y cultural, y por tanto del desarrollo nacional. Pero sin dudas esos cambios no fueron suficientes para transformar las sociedades en que tuvieron lugar. Las desigualdades sociales se mantuvieron y el acceso a la educación superior siguió siendo algo selectivo, tal como se mantiene a la fecha. En realidad, el principal logro concreto que obtuvieron los movimientos de reforma universitaria fue el de incorporar la representación estudiantil a los organismos de gobierno de las casas de altos estudios. Con la autonomía, las distintas universidades latinoamericanas se convirtieron en centros de denuncias, semillero de luchas políticas y protestas contra el orden social imperante. Por largas décadas estas instituciones fueron un referente en la vanguardia intelectual pasando a ser centros de pensamiento crítico, y en la segunda mitad del siglo XX, el lugar donde se inspiraron numerosas propuestas de transformación revolucionaria. Pero todo eso ha cambiado en estas últimas décadas. Cambiado, claro está, a favor del gran capital y no en provecho de las mayorías populares.

Es necesario decir que aquellas reformas de inicios del siglo XX, si bien contribuyeron a crear un espíritu crítico entre estudiantes y catedráticos que se mantuvo activo por décadas, no lograron articular enteramente a las universidades con la producción de conocimiento y su función social. En toda la región latinoamericana, las universidades no se centraron en la creciente importancia de la ciencia para el cambio técnico-productivo, ni pudieron servir a proyectos políticos que superaran los modelos económicos dependientes y progresaran hacia la industrialización autosuficiente.

La historia de las universidades en Latinoamérica se ha ligado, fundamentalmente, a la formación de profesionales; su faceta de investigación y producción de nuevos conocimientos, tal como se dio en sus homólogas del Norte, no es lo que más ha destacado. A ello se agrega recientemente un proceso que refuerza lo anterior: el crecimiento imparable de las universidades privadas, concebidas especialmente como formadoras del recurso adecuado a la empresa privada que la demanda.

Vale tener en cuenta la forma en que el venezolano Vladimir Acosta sintetiza el perfil de nuestras casas de estudio superior: “uno de los grandes problemas de las universidades latinoamericanas es que son unas universidades colonizadas, dependientes, subordinadas a una visión derechista, globalizada, eurocentrista y blanca de mirar el mundo. Son universidades donde los saberes se disocian, se fragmentan, justamente para impedir una visión de totalidad, y para hacer del estudiante que se gradúa, que egresa como profesional, un profesional limitado, con una visión burocrática profesional, orientada en lo personal a hacer dinero, y en la visión que se tiene a encerrarse dentro de un marco profesional sin tener conocimiento de su identidad, de su historia y de su compromiso con su país”.

Hoy por hoy se ha instalado en la región la dinámica de universidad pública versus privada. Ese crecimiento enorme de las universidades privadas es un fenómeno muy propio de América Latina; ello se explica por las políticas neoliberales de los años 80 y 90 que, luego de las sangrientas dictaduras de décadas atrás, vinieron a privatizar todos los espacios. En la década de los 90 la privatización de la enseñanza superior alcanzó niveles notables en toda la región y a un ritmo muy acelerado, al mismo tiempo que se desarmaban los Estados nacionales y se privatizaban todos los servicios. En el transcurso de la década, la proporción de estudiantes matriculados en universidades privadas pasó de un 20% a cerca de 35%, lo que hace que la región cuente hoy con una de las mayores proporciones de estudiantes universitarios dentro de la opción privada en el mundo.

Estas universidades privadas se amoldan a cabalidad al modelo neoliberal que se ha impuesto, pues trabajan esencialmente para el mercado. Su visión se centra en la formación de recurso humano para las necesidades de la iniciativa privada, sin que cuente la idea de desarrollo nacional, de proyecto de país. Siempre copiando modelos de universidades “exitosas” (léase: privadas) del Norte, se prioriza la formación profesional de excelencia con criterios individualistas, sin pensamiento crítico. Los ideales de reforma universitaria de principios del siglo XX van quedando en el olvido. Disciplinas que fomenten la visión global de los procesos dando herramientas de análisis político-social para entender, y eventualmente transformar, las realidades nacionales, parecen ser cada vez menos importantes, reduciéndose su presencia en los planes de estudio, orientados más a la formación en aspectos técnicos.

De todos modos, como lo advierte Roberto Rodríguez Gómez, “la gran expansión del sector privado se ha realizado sobre la base de una multitud de pequeños establecimientos que, si bien ofrecen enseñanza de nivel profesional, carecen, por regla general, de estructuras de postrado y de investigación. Debe hacerse notar que no todas las instituciones de enseñanza superior pública en América Latina pueden ser clasificadas como “universidades de investigación”, es decir, como instituciones que cumplen realmente con las funciones de docencia, investigación y difusión. En otros términos, ese auge de la privatización de la enseñanza universitaria no significa necesariamente una explosión de calidad y de excelencia académica. Es, en todo caso, un síntoma más de los tiempos que corren, marcados por la prédica neoliberal.

Pero lo más preocupante de todo esto no es la posible desaparición de la universidad pública bajo el desarrollo vertiginoso de las privadas. Eso no pareciera posible, por diversas razones históricas. De hecho, el peso de las públicas es –y todo indica que seguirá siendo– mucho mayor que el de las privadas, tanto en presupuesto, estudiantes matriculados, presencia social e impacto con su extensión comunitaria, así como en investigación y producción de nuevos conocimientos. Lo que sí es alarmante es la ideología privatizadora que está en juego. Las universidades públicas se están privatizando en su concepción. Como bien lo expresó Deiby Ramírez: “la Universidad es pública cuando además de ser financiada por el Estado, está abierta con carácter de servicio público a todos los estratos sociales, y los beneficios de esa educación superior son para toda la sociedad”. Es decir: para ser un proyecto público no se trata sólo de recibir fondos públicos (la Nasa, en Estados Unidos, también los recibe, dicho sea de paso) sino de ver el modelo en función del que se trabaja. Las universidades públicas, acorde al nuevo dios-mercado que se ha impuesto con su omnímoda exigencia de eficiencia en la relación costo-beneficio (leyéndolo en clave capitalista: lo que no da ganancia hay que desecharlo, olvidémonos del interés social) se van constituyendo cada vez más en expresiones de la ideología privatista. Sus sistemas de post-grado lo evidencian de modo palmario: son todos pagos, en muchos casos más onerosos incluso que las ofertas de las universidades privadas. Lo cual no significa que, por fuerza, deba ser así: si hay voluntad política de mantener tanto ese segmento de la educación superior, como el proyecto universitario en su conjunto, en forma pública, se puede. Y el sistema no se resiente. Cuba, por ejemplo, que tiene excelentes universidades, mantiene todos sus post grados en forma gratuita para los propios ciudadanos cubanos. Evidentemente la decisión de adorar al dios mercado no es técnica; es política.

Amparándose en la idea de autosuficiencia financiera y desregulación (eufemismos para nombrar la privatización y la apología del mercado), las universidades públicas se han visto compelidas a diversificar sus fórmulas de financiamiento bajo la hipótesis de corresponsabilidad con el Estado por medio del cobro de cuotas de admisión y colegiaturas, venta de productos y servicios, concurrencia sobre financiamientos concursables, entre otras. Es decir: privatización encubierta.

Con todo ello, la universidad pública, aunque no desaparezca formalmente como tal, no deja de enviar un mensaje: hay que amoldarse a las fuerzas que lo deciden todo, es decir: el mercado. El proyecto en juego es seguir apuntalando un sistema económico basado en el lucro personal, que ya se ha demostrado infinitamente que no ofrece salida para las grandes mayorías de la población.

Pero definitivamente hay otras opciones a ese modelo. Luchar por la gratuidad de la educación superior y por el compromiso de la universidad con su comunidad es seguir manteniendo viva la esperanza en que la vida no sólo puede concebirse como mercancía para vender. En ese sentido, defender la universidad pública –y más aún: defenderla en Latinoamérica, donde la universidad tiene una larga historia de lucha social y compromiso con el pensamiento crítico– es seguir apostando por otro mundo posible, por darle forma a las utopías, por no resignarse ante la injusticia.

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Gustavo Iruegas: Los internacionalistas no piden permiso

Verónica, Soren, Juan y Fernando murieron en el ataque aéreo del primero de marzo al campamento del comandante Raúl Reyes en la provincia ecuatoriana de Sucumbios. Lucía sobrevivió. Mexicanos los cinco.

Los cinco jóvenes estaban inscritos en la universidad; pero no, la universidad no los envió. Ni la República, ni sus padres. Tomaron una decisión propia y personalísima; aun si el propósito de su viaje fue hacer estudios e investigaciones sociales, el interés era personal. Se estaban acercando al más decantado ejercicio revolucionario, el internacionalista. Es posible que se tratara de sus primeros contactos. Pero no eran combatientes, no estaban en un campo de batalla ni tampoco en un país en guerra. No es extraño estar presente en un campamento guerrillero y no ser un combatiente. El de Régis Debray en el campamento del Che Guevara es un caso muy conocido. Se puede incluso ser parte de un grupo revolucionario sin ser combatiente, como lo han sido muchos sacerdotes.

No es ésta la ocasión de hablar de los internacionalistas consagrados en la historia. Es momento para recordar a los anónimos, a los que hicieron el sacrificio de su vida y los que, habiendo sobrevivido, la pusieron en el mismo riesgo en aras de la solidaridad internacional que los revolucionarios practican.

El 26 de julio de 1936, nueve cadetes del H. Colegio Militar aprovecharon la ceremonia de entrega de espadines a los cadetes de nuevo ingreso para salir a hacer trámites de pasaportes y otra documentación necesaria para viajar a España, donde se incorporarían a la defensa de la República Española. Los cadetes “… suponían que no sería mal visto por el gobierno de México que lucharan al lado de un país amigo que estaba peleando por los mismos principios que habían sido la causa de tanto derramamiento de sangre en la República [Mexicana]; máxime cuando veían claramente que el propio gobierno mexicano, desinteresada y abiertamente, ayudaba a la República Española. Allí estaba su constante lucha diplomática contra algunos países representados en Ginebra, para que se ayudara a España y se parase en seco la intervención fascista. Ello garantizaba plenamente cualquier movimiento a favor de la República” *. Las tribulaciones del grupo no fueron pocas. Cuando estaban en la estación de Buenavista abordando el tren que los llevaría a Veracruz se apareció un grupo de oficiales del Colegio Militar acompañados de la madre de uno de los cadetes. Cinco fueron regresados al plantel. Los otros cuatro lograron esconderse en el tren y continuar su viaje al puerto y abordar un barco… en el que fueron detenidos y regresados a México. Su castigo fue abrumador. Los nueve fueron expulsados “con cajas destempladas” del Colegio Miliar; entre sonidos de cornetas desafinadas y el redoblar de tambores flojos, todo frente a sus compañeros que les daban la espalda al verlos pasar. El escándalo en la prensa nacional fue mayúsculo. Cinco de ellos llegaron a España. Sólo uno, Roberto Vega González, sobrevivió a la guerra; alcanzó el grado de mayor del Ejército Republicano Español.

Araceli Pérez Darias, estudiante de la Universidad Iberoamericana, fue a pelear al lado de los sandinistas. En 1979, junto al resto de la jefatura del Frente Interno, del cual formaba parte, cayó prisionera en la ciudad de León. Al igual que el resto de sus compañeros, fue asesinada de un tiro en el pecho. Alegando disposiciones sanitarias, el gobierno somocista se negó a permitir la exhumación y el traslado del cadáver a México. Temía que la recepción fuese motivo de un acto de solidaridad contrario a la dictadura.

En El Salvador lucharon unos 250 mexicanos, más de 40 murieron, unos en combate, otros fueron asesinados en prisión. Es de recordarse el jovencito que luchaba en Usulután y la noticia de su muerte llegó antes que la última carta que escribió a su madre. En ella acompañaba una fotografía de tamaño credencial en cuyo reverso se leía a manera de dedicatoria: “Mamá; te quiero mucho, te quiero mucho, te quiero mucho, te quiero mucho…” Ésa fue la foto que la desconsolada madre usó para pedir en la Secretaría de Relaciones Exteriores que se procurase la repatriación del cadáver. Las historias son tantas cuantos han sido los mexicanos que se han incorporado a una lucha que otros considerarían ajena, movidos por el ideal del internacionalismo revolucionario. En Guatemala ocurrió otro tanto y en Colombia no puede ser menos. El internacionalismo no es nuevo.

Lo que es nuevo –pero no sorprendente– es que el gobierno de facto exprese en el comunicado de prensa número 59, emitido por la cancillería el 14 de marzo, que es su “preocupación que ciudadanos mexicanos estén relacionados con una organización como las FARC, conocida por su ilegalidad y naturaleza violenta; por ser autora de múltiples secuestros, actos de sabotaje, extorsiones y actividades de narcotráfico”. Las FARC ya eran las que son cuando el gobierno de Colombia –que también tiene su historia– inició procesos de negociación con ellas y el gobierno de México admitió en su territorio, en 1992, a una delegación de las FARC y del ELN para negociar la paz. México actuó como facilitador y comisionó a personal de la cancillería para hacerlo. Diplomáticos en funciones sirvieron como garantes de la seguridad en el tránsito entre la selva y México y de regreso a la selva y un embajador mexicano fue moderador en la mesa de negociaciones. Se reunieron en Tlaxcala, en un centro de descanso del IMSS llamado La Trinidad. Cuando las delegaciones del gobierno y de los revolucionarios regresaron a Colombia, representantes del ELN y de las FARC permanecieron en México –con conocimiento y en contacto con las autoridades de Gobernación– por varios años. El 30 de noviembre del año 2000, reunidos los presidentes de Colombia, Venezuela y el todavía presidente electo de México Vicente Fox, se dio una acalorada discusión entre los cancilleres colombiano y venezolano durante la cual se mencionó la existencia en México de una oficina de las FARC. Vicente Fox, sorprendido, intervino para decir que él no lo sabía y que ordenaría su inmediata expulsión. El propio presidente Pastrana terció para explicar que la presencia en México de esa oficina era útil, porque era un punto de contacto y comunicación entre el gobierno y los insurrectos, y pidió que se le permitiera permanecer. Vicente Fox accedió “mientras fueran útiles para la negociación”. Fue hasta mayo de 2002, durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Financiación del Desarrollo, en Monterrey, cuando las negociaciones en El Caguán ya habían fracasado, que el presidente Pastrana le pidió a Fox que se cerrara la oficina de las FARC en México. Así se hizo.

La preocupación del gobierno de facto obedece a su alineamiento ideológico y político con Estados Unidos, pero aduce que tanto la Organización de Estados Americanos (OEA) como el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) han condenado en varias ocasiones actos cometidos por las FARC y los han calificado como acciones terroristas. Eso es cierto, pero no es efectivo. La dificultad estriba en que ni las resoluciones ni los tratados han logrado definir el terrorismo de manera generalmente aceptable ni han podido elaborar una fórmula que permita determinar quién es terrorista y quién no. En la práctica, el término terrorista es sólo un calificativo para el adversario. Los textos de la OEA y de la ONU obedecen a la hegemonía de Estados Unidos y no a la lógica del derecho. El delito de terrorismo internacional no es más que un artilugio que pretende cancelar el derecho de los pueblos a la rebelión. Olvidan la cancillería, la OEA y la ONU que la revolución es un atributo de la soberanía popular que no requiere la aprobación de nadie más que la del propio pueblo que la practica.

En cuanto a los jóvenes internacionalistas mexicanos víctimas del ataque al campamento en Sucumbios hay que decir que los muertos no temen a las investigaciones ni a las causas judiciales. Sería el colmo del cinismo que el gobierno de Colombia pidiera la extradición de Lucía y altamente improbable que el gobierno de Ecuador la entregara. Si en México el gobierno de facto intentara una bellaquería contra ella, agregaría un agravio más a la ira popular que con tanto ahínco ha cultivado. Lo único que corresponde es asegurar el pronto regreso de Lucía a México, a su familia y a su escuela. A los espurios no hay que pedirles ni comprensión ni clemencia. Pero se les exige respeto. Respeto a la conciencia personal, al compromiso social y a la actitud solidaria de nuestros jóvenes internacionalistas.

Ésta es una tesis de política exterior del gobierno legítimo de México.

* Roberto Vega González, Cadetes mexicanos en la guerra de España, Compañía General de Ediciones, México, 1954.
* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/03/22/index.php?section=opinion&article=014a1pol

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