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Pedro Miguel: Revocación

Hace unas semanas la opinión pública internacional recibió información sobre el concepto de punto de no retorno. El avión de Spanair que se estrelló en Barajas, se nos dijo, estaba en V1, una combinación de situación en tierra y velocidad en la que ya no queda suficiente pista para frenar y que hace obligatorio ir al aire porque, sean cuales sean las condiciones del aparato, resulta menos arriesgado intentar un aterrizaje de emergencia que permanecer en la superficie. O sea que la ventana de oportunidad para abortar un despegue es más bien estrecha. Va del momento en que el avión comienza a acelerar hasta aquel en que llega a V1. La expresión “estás a tiempo de arrepentirte” se aplica a muchas otras circunstancias de la vida, por más que, en varias de ellas, lo irrevocable de la decisión sea relativo. No es lo mismo jalar el gatillo y transitar de la condición de asesino en potencia a la de asesino consumado, o treparse a un cohete en dirección a la Luna, que firmar un contrato de arrendamiento o dar el “sí” matrimonial ante un juez o un cura. Si los procesos físicos y biológicos son implacables, los contratos sociales son reversibles, así se trate de una constitución, y aunque a los faraones les guste pensar que sus reinados son eternos, y por mucha que sea la zozobra ante la posibilidad de que tu cónyuge te mande al diablo.

Los regímenes posfranquistas “atados, y bien atados”, o bien los fallos judiciales inapelables, son formulaciones ególatras que persisten sólo en la medida en que las sociedades las acaten. Ya llegará, en España, el momento en que la gente se decida a tirar a la basura a una casa real corrupta y zángana. Tal vez los mexicanos logremos ejercer sobre nuestros legisladores la presión requerida para que emprendan un juicio político contra los magistrados de la Suprema Corte que exoneraron al góber precioso, y cuya permanencia en los cargos es un insulto a la legalidad y un agravio a la decencia.

Antaño, cuando los monarcas veían amenazada su permanencia en el poder, decían que ésta respondía a un designio divino. Si no les quedaba más recurso, apelaban a su condición de soberanos (detentadores de una autoridad suprema e independiente y no superada en cualquier orden inmaterial) para hacer lo que les viniera en gana. Heredada por el pueblo una vez que rodaron las cabezas reales, la soberanía le otorga la facultad, entre otras, de designar, por medio de elecciones, a quienes habrán de gobernar en su nombre. Los jefes de las actuales democracias formales invocan ese principio cada vez que hacen –como los reyes– lo que les da la gana o lo que les dictan sus intereses particulares.

“La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”, reza el artículo 39 de nuestra Carta Magna. Pero nadie dijo que la soberanía, la real o la popular, fuera una fuente de decisiones irremediables. “No olvide el fraile que si una ordenanza real fundó la Inquisición, otra ordenanza puede ahogarla”, advirtió Isabel de Castilla a Torquemada un día que la arrogancia sádica del inquisidor la tenía hasta la madre (Crónica de los reyes católicos). Si supusiéramos por un momento que la elección presidencial de 2006 en México fue un proceso impoluto y legal; que se llevó a cabo no “haiga sido como haiga sido”, sino como debió ser; que en él la mayoría de los ciudadanos votó por Felipe Calderón y si éste encarnase, en consecuencia, la soberanía popular, en cualquier momento el pueblo tendría derecho, en virtud de su misma soberanía, a concluir que se equivocó. Mayor razón existe para crear un mecanismo institucional de enmienda cuando la representación es ejercida a consecuencia de un proceso comicial al menos dudoso y cuando un tercio de la ciudadanía la llama espuria e ilegítima.

El mismo miedo que impidió al grupo en el poder recontar los votos en 2006 se expresa ahora en la histeria linchadora desatada contra la idea de establecer un mecanismo legal para revocar mandatos por medio del referendo. El grumo político-económico-mediático que controla al país se llena la boca con encuestas de popularidad, pero se aterra ante la posibilidad de que el pueblo ejerza, para ratificar o rectificar, su soberanía. ¿Es subversiva y desestabilizadora la evocación del divorcio? ¿Hemos alcanzado el punto V1 de la política? ¿No tenemos más remedio que iniciar un despegue riesgoso o estrellarnos en tierra?

Y conste que nadie ha hablado de tomar el Palacio de Invierno.

* La Jornada

* http://www.jornada.unam.mx/2008/09/09/index.php?section=opinion&article=015a1pol

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Octavio Rodríguez Araujo: Comprobación lógica: sí hubo fraude

Puede traicionarme la memoria, pero me parece recordar que lo solicitado por la revista Proceso sobre las boletas electorales de la elección presidencial de 2006 era acceso a ellas para volverlas a contar, y no, como ha resuelto la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para impugnar las leyes electorales entonces vigentes ni el proceso comicial ya concluido.

Desde el principio, tanto la revista como algunos universitarios solicitaron contar los votos a sabiendas de que dicha acción, de haberse permitido, no cambiaría los resultados electorales, sino sólo resolvería la gran incógnita de muchos mexicanos de si los resultados fueron correctos o no. La negativa de seis magistrados contra cinco demuestra, una vez más, que la gente del poder no quiere que se le haga la autopsia, por decirlo así, al cadáver electoral. Hay presunción fundada de que dicha víctima fue asesinada; no se tiene la certeza de cómo exactamente se cometió el crimen, si fue asfixiada o murió de un golpe en la cabeza o de un balazo. La autopsia nos revelaría algo al respecto o, quizá, que la víctima en realidad no fue asesinada sino que falleció de lo que los médicos llaman muerte natural. Con el conteo extraoficial y sin validez jurídica se aclararía si hubo o no fraude electoral, si ganó Calderón o López Obrador. Nada más, pues, aunque tramposamente, es cosa juzgada, y ya ni modo.

Sin embargo, temerosos los del poder establecido, se han negado a aclarar estas dudas, a pesar de que sería en beneficio de la salud de la nación. Han preferido negar un derecho a la transparencia electoral que tenemos todos los ciudadanos; han preferido pasar a la historia como marrulleros autoritarios, que aclararle al mundo cómo fueron en realidad las elecciones federales pasadas. El siguiente paso será, si la lógica del poder se cumple, que el IFE ordene destruir las boletas electorales, es decir el cuerpo del delito. Y los mexicanos nos quedaremos siempre con la duda, al igual que tal vez nunca sepamos quién en realidad mató a Colosio, por ejemplo.

Los seis magistrados de la SCJN que votaron en contra de que se cuenten los votos otra vez han ratificado el enorme temor que existe en las esferas del poder institucional dominado por el PAN de que quizá Calderón no ganó. Han preferido no arriesgarse, ¿qué tal que resulta que perdió? Y esto, aunque no tenga validez jurídica, sí provocaría una enorme decepción en los mexicanos, y hasta es probable que nos enojáramos, y lo que de esto pueda derivarse.

Es una lástima que Felipe Calderón, dada la pequeña diferencia entre sus supuestos votos y los supuestos votos de su principal contrincante, no haya sido el primero en pedir que los votos se volvieran a contar. Lo único que logró con su contumacia fue aumentar la duda sobre su triunfo, olvidando la vieja máxima que dice que el que calla otorga, o la otra que dice que el que nada debe nada teme.

Si me doy cuenta de que me falta la cartera en el bolsillo y atrás de mí veo a un personaje que trata de pasar inadvertido o que lleva a cabo movimientos sospechosos, puedo pensar que él fue el ladrón. Llamo al policía más cercano y éste le pide que vacíe sus bolsillos. Si se niega, se hará más sospechoso, y si accede y no se le encuentra mi cartera, me disculparé ampliamente y reconoceré que me equivoqué y que ese personaje es inocente. Pero Calderón no quiso hacerlo, el IFE de Ugalde tampoco, el tribunal electoral ignoró infinidad de pruebas sobre la suciedad de las elecciones y falló en contra de que se contaran todos los votos. ¿Cuál puede ser la única conclusión lógica? Que no quisieron que se supiera la verdad. El máximo tribunal de la nación ha hecho lo mismo, ocultar la evidencia y dar pie para que las boletas sean destruidas. ¿Podré creer en las instituciones de la República después de esto? No, ni tampoco millones de mexicanos.

Muchos amigos míos, tanto los muy enterados como otros medio apáticos, me han dicho que no hubo fraude y me han dado decenas de argumentos; pero ellos, a diferencia de quien se ostenta como gobernante y de nuestros magistrados, sí estuvieron de acuerdo en que las boletas electorales fueran contadas de nuevo por personas ajenas al poder institucional y confiables por lo mismo. Unos lo dijeron públicamente y otros no, por temor a perder su trabajo, pero pensaron que no hubiera habido ningún problema en el recuento, incluso –en opinión de ellos– para ratificar que las irregularidades habidas en el cómputo oficial no hubieran cambiado sustancialmente los resultados. Nada. Los del poder institucional cerraron filas y terminaron siendo cómplices, por lo menos, de mantener la duda entre quienes pensamos que sí fue fraudulenta esa elección y que no triunfó Calderón. Con su terquedad confirman, para mí, que sí hubo trampa y que el golpe de Estado ex ante (del que he escrito en otros momentos) sí se llevó a cabo, aunque poco podamos hacer ahora para cambiar las cosas.

Es una lástima que estas cosas ocurran en México. Pero, contra lo que probablemente piensan los del poder, no nos acostumbraremos: seguiremos la ruta de la oposición en la medida de nuestras posibilidades. Y, una conclusión inevitable: las instituciones son dudosas y poco confiables.

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/03/13/index.php?section=opinion&article=022a1pol

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