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Julio María Sanguinetti: No basta votar

Bien se sabe que la democracia no es sólo elecciones, condición necesaria pero no suficiente. Una democracia supone un gobierno electo por el pueblo; como dice Popper, procedimientos no violentos para sacudirse una mala administración; la adecuada autonomía de los poderes de gobierno; la vigencia consentida de un Estado de derecho y el respeto general por las libertades y garantías de los ciudadanos.

En el umbral del Bicentenario de nuestras repúblicas latinoamericanas, ese ideal tan largamente acariciado, está aún lejos. Se vota: todos los gobiernos, salvo la conocida excepción cubana, son resultado de elecciones y ello debe valorarse. Incluso en los dos países más grandes, podemos señalar algunos avances notables. Brasil posee hoy partidos nacionales estables y México ha estrenado un sistema electoral transparente con una alternancia política razonablemente aceptada.

Más allá de estas gratificantes comprobaciones, nos encontramos con inestabilidades y degradaciones imposibles de ocultar. Caído el Muro de Berlín y superada la guerra fría, nuestro hemisferio se alejó de la diabólica dialéctica de unos sustentando guerrillas marxistas desde Cuba y otros dictaduras desde Washington. Pareció que nos llegaba un tiempo de paz, en que la democracia podría brillar, pues dependía simplemente del esfuerzo de los demócratas latinoamericanos. Los hechos no han sido tan gratificantes.

En Brasil (1992), renuncia el presidente Fernando Collor de Melo ante la inminencia de un juicio político. En Paraguay (1999), el presidente Cubas renuncia y se exilia en Brasil, a raíz de las revueltas desencadenas por el asesinato del vicepresidente Argaña, quedando la Presidencia en manos del titular del Senado González Macchi, quien a duras penas termina su mandato. El caso peruano fue uno de los más detonantes, con la dimisión de Alberto Fujimori (2000), quien abandonó la Presidencia luego de ser reelecto, a raíz de descubrirse una trama siniestra de corrupción y espionaje que manejaba un capitán Montesinos, de triste memoria. Argentina (2001) vio caer al presidente Fernando de la Rúa a raíz de una crisis económica severa y el acoso de piquetes organizados que se adueñaron de la calle; todo lo cual dio paso a tres presidentes provisionales en dos meses, finalmente sustituidos por Eduardo Duhalde, quien alcanza la normalización institucional. En Bolivia, entre 2003 y 2005 se produce la estrepitosa caída del presidente Sánchez de Lozada, y más tarde la de su sustituto Carlos Mesa, para abrir espacio finalmente a la elección de Evo Morales, administrador de un país agrietado en dos partes por un persistente conflicto étnico. En Ecuador (2005), el presidente Lucio Gutiérrez cae en medio de revueltas populares.

Este sucinto relato apenas resume las caídas presidenciales. No podemos ignorar la degradación democrática que se vive bajo gobiernos populistas como el de Venezuela, donde se ha instaurado la Presidencia eterna y cerrado la principal estación privada de televisión, mientras la otra independiente sobrevive bajo amenaza. A lo que se añaden vaciamientos institucionales tan fuertes como el de que, electo en Caracas un alcalde opositor, se dictó una ley despojándolo de todas sus competencias, transferidas a una nueva superautoridad creada para administrar la ciudad capital. Tampoco cabe olvidar la permanente furia reeleccionista que entra a los mandatarios en ejercicio y que no parece terminar.

Todo esto viene a cuento de los dramáticos episodios ocurridos en Honduras, que registran el primer golpe militar de esta etapa histórica. Golpe sui géneris, porque nació del Parlamento y el Poder Judicial, que enfrentados al presidente terminaron reclamando una intervención militar para deponerlo y desterrarlo. No hay duda de que este presidente se había extralimitado hasta el punto de que no hubiera un solo diputado de su partido que levantara la mano en su favor. Pero tampoco hay duda de que cualesquiera fueran sus excesos, nunca debió ser el Ejército el arbitrario ejecutor de un derrocamiento presidencial, que bien ha sido calificado internacionalmente como un golpe de Estado.

Dos siglos de independencia no habilitan ya más excusas. No se puede seguir hablando de la herencia hispánica, del imperialismo norteamericano o del comunismo internacional. Nuestras repúblicas aún adolecen de inmadurez democrática y ello se advierte en el debate diario. Si una dictadura es de izquierda o derecha, será buena o mala para unos u otros, al margen de su condición autoritaria. Y ello ocurre en los medios políticos tanto como en las universidades, todavía ancladas en debates ideológicos que ya debían haberse librado a la historia.

Hemos vivido un quinquenio milagroso del mercado internacional, que derramó excedentes fabulosos. Hubo algunos avances, pero magros en el conjunto, porque -como dice Alain Touraine- “las chances de desarrollo dependen hoy más de las condiciones políticas y sociales que de las condiciones económicas”. Sólo los países con estabilidad pudieron aprovechar satisfactoriamente la bonanza, como pasó en Chile, Brasil, Colombia o Perú. Pasada la buena racha y enfrentados nuevamente a la dura competencia de los mercados, se hace más imprescindible que nunca la seguridad jurídica y la estabilidad política. Que es, justamente, lo que vemos resquebrajarse en variadas partes del hemisferio.

Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.

Fuente: El País

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Richard Ford: “Obama representa la reconciliación de EE UU con un pasado racista”

El escritor estadounidense Richard Ford, que hoy ha presentado en Barcelona su última novela, Acción de Gracias, con la que cierra la trilogía iniciada con El periodista deportivo, cree que el demócrata Barack Obama representa “la reconciliación norteamericana con un pasado marcado por el racismo”

Este mediodía, en la azotea de un céntrico hotel barcelonés, Ford, junto a los editores de Anagrama y Empúries, se ha quitado su pequeño reloj cuadrado de la muñeca y ha departido, olvidándose del tiempo, con un grupo de periodistas, mostrándose como un hombre accesible, de pequeñísimos ojos azules, sutil sentido del humor y, según ha dicho él mismo, “menos interesante” que su emblemático personaje literario Frank Bascombe.

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Joaquín Calomarde: La mano tendida de Hanna

Quisiera compartir con el lector una experiencia reciente. Es la primera vez que me ocurre en mi vida docente, que ya viene de lejos y que acabo de recuperar al reincorporarme como catedrático de Filosofía al Instituto San Vicente Ferrer de Algemesí. Hace escasos días, una alumna marroquí acudió a la sala de profesores. Inicié una conversación con ella, usando francés y español, pero era difícil. Mi alumna es de Rabat, se llama Hanna y no habla francés con fluidez, tan sólo árabe. Me interesé por su libreta, en la que identificaba objetos nombrados en español con las correspondientes palabras árabes, y al contrario. Le pregunté si podría hacerme una redacción, siquiera somera, sobre un tema. Y le propuse el siguiente: “¿Qué es bueno para ti?”. Me dio, como pudo, su palabra de intentarlo.

Desde ese momento, siempre que nos encontramos en el instituto corre hacia mí, con una enorme sonrisa, me dice en un mal español “Buenos días, profesor”, y tiende su mano para estrechar la mía.

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El País: Un catalán protesta ante la Eurocámara contra la limitación de los líquidos en los aviones

El joven, que padece fibrosis quística y diabetes, debe tomar cada día más de 40 pastillas y fluidos medicinales
El joven catalán David Raya, que padece fibrosis quística y diabetes, ha presentado hoy ante la comisión de Peticiones de la Eurocámara una queja contra la norma que limita la cantidad de líquidos que se pueden llevar en el equipaje de mano de los aviones. Según ha explicado, este reglamento le provoca constantes problemas para poder transportar los medicamentos que necesita para tratarse porque no es público y se aplica de forma arbitraria. Por ello ha reclamado que se suprima o se modifique.

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Emilio Menéndez Del Valle :Casi todos hablan con Dios en Estados Unidos

En la política del gran país norteamericano, el fundamentalismo religioso tiene una influencia sin parangón en cualquier otra nación avanzada. La religión vuelve a ocupar un gran papel en la campaña electoral

De una u otra manera, la religión ha impregnado el tejido social norteamericano desde que los peregrinos puritanos llegaron al país. Si bien el lema Confiamos en Dios que figura en la moneda norteamericana fue inspirado por el presidente Lincoln en la segunda mitad del siglo XIX, 30 años antes Alexis de Tocqueville ya se manifestaba asombrado por la “intensa religiosidad que todo lo invade” en aquellas tierras. Y la modernidad ha conocido desde el formidable discurso del presidente Kennedy en 1960 sobre la separación de poderes entre Iglesia y Estado hasta el relato de Kevin Phillips en su libro American Democracy, que describe a George W. Bush como “fundador del primer partido religioso norteamericano”. En realidad, Bush ha creado una presidencia basada en la fe.

John Kennedy tenía base suficiente para mostrarse tajante en este asunto, pues los Padres Fundadores habían establecido una clara línea divisoria entre Estado e iglesias, pero, aunque en teoría dicho principio ha sido aceptado por todos, es motivo de controversia. Como recuerda John Gray, si bien constitucionalmente están separados (además ni la religión ni Dios figuran en la Constitución), el fundamentalismo religioso tiene una influencia normativa en la política sin parangón en cualquier otro país avanzado. En la campaña electoral de estos meses la religión, en lugar de desvanecerse o retirarse al ámbito privado, ha ocupado el núcleo de la política.

Uno de los más relevantes fundadores de la República, Thomas Jefferson -cuyo activismo político no consistía en potenciar a Dios sino en negar la autoridad del rey de Inglaterra, y que cuando defendía los derechos inalienables del naciente pueblo republicano lo hacía al margen de cualquier creencia religiosa-, se habría quedado atónito ante la invasión de la política por la religión durante las últimas décadas. Es cierto que la Constitución, precisamente por exigir la separación, ha protegido a las iglesias de cualquier acto invasivo del Estado, pero hay que recordar que la idea de libertad individual no nació de la religión sino precisamente de la lucha contra ella. De ahí que convenga resaltar que cuando los cristianos fundamentalistas norteamericanos se sirven de la teocracia bíblica como de un manual de política contemporánea, atentan contra la libertad y los principios democráticos.

Llama la atención en Europa que sólo el 26% de los norteamericanos piense que sus dirigentes políticos expresan en demasía sus creencias religiosas personales o que tres de cada cuatro estimen que el presidente ha de tener fuertes sentimientos religiosos. En definitiva, la mayoría de los ciudadanos exige la presencia de la religión en la política. Parece que ello ha llevado al candidato republicano McCain, anglicano que siempre ha pensado que la religión es asunto privado, a sacar partido de la circunstancia. En línea similar se ha movido Obama y, por supuesto, Clinton.

No obstante, los liberales en sentido yanqui han comenzado a trillar ese campo como reacción a la ofensiva de la derecha. En 1960, el mismo año del discurso de Kennedy, ya el predicador fanático Billy Graham -del que Bush se dice seguidor- se dirigía por correo a dos millones de familias adoctrinándoles para que en sus eventos dominicales indicaran a los cristianos la dirección de su voto.

Más que nunca, en esta larga campaña electoral -y aunque Dios no debería ser ni demócrata ni republicano- todos los candidatos conectan con él. Las citas textuales así lo ilustran. El presidente Bush tiene especial protagonismo y relación con la divinidad a propósito de Irak. Está claro que desde el principio persiguió disfrazar de fe religiosa la invasión de Irak. Con soltura, en octubre de 2005 dijo que Dios le había pedido acabar con la tiranía en Irak. Con idéntico desparpajo, dos meses después, declaró a Fox News: “De alguna manera, Dios dirige las decisiones políticas adoptadas en la Casa Blanca”. En un chiste memorable publicado en The New York Times, un consejero dice a Bush: “Señor presidente, cuando Dios le pidió que invadiera Irak, ¿le dio alguna idea sobre cómo salir de allí?”.

Todo esto puede parecer incomprensible a muchos europeos, pero no a muchos norteamericanos, incluida la mayoría de las iglesias evangélicas (un cuarto del electorado) que siguen al partido republicano, que han seguido a Bush y que manifiestan: “Nuestro presidente es un auténtico hermano en Cristo y puesto que ha llegado a la conclusión de que la voluntad de Dios es que nuestra nación esté en guerra con Irak, con gusto cumpliremos”.

El actual presidente ha querido resaltar esa relación especial: “El rezo y la religión me sostienen. No veo cómo se puede ser presidente sin una relación con Dios”. O también: “Estados Unidos promueve el papel de la fe en la plaza pública”. Y la comunidad evangélica tiene un notable activismo político: “Dios está a favor de la guerra”, citando Éxodo 15-3, o “Yavé es un fuerte guerrero”. “La invasión americana de Irak creará nuevas y excitantes posibilidades de convertir a los musulmanes”, dijo impertérrito Marvin Olasky, entonces consejero de Bush para “una política basada en la fe”.

Y a todo esto, ¿qué es de los demócratas? En 2004, John Kerry optó por decir que había sido monaguillo -“la verdad es que la fe afecta a todo lo que hago”, decía mientras visitaba iglesias y citaba la Biblia-. Un asesor llegó a decir que “el senador Kerry se siente cada vez más cómodo hablando públicamente de Dios y su fe”.

De Hillary, sus biógrafos decían en 2007 que es la demócrata más religiosa desde Carter, pero que no va con la religión por delante. Sin embargo, tal como está el patio, en un reciente debate con Obama sobre Fe y valores, manifestó que desde niña sentía “la presencia de Dios en su vida”.

Ya en 2007, Obama decidió que no tenía más remedio que entrar en el juego. Manifestó entonces que “la derecha religiosa ha secuestrado la fe y dividido al país”. Añadió, empero, que la religión tiene un papel que cumplir en la política, aunque -intentando fundir religión y progre-sismo- elogió a los creyentes que “usan su influencia para unir a los americanos contra la pobreza, el sida y la violencia en Darfur”.

En los últimos meses se está iniciando en la derecha religiosa evangélica una significativa movida que reflejan oportunamente las encuestas. Según las mismas, una parte muy importante -aunque todavía no mayoritaria- de los electores evangélicos está evolucionando de forma radical. Una de ellas asegura que un tercio de los evangélicos opina ahora que el activismo político es dañino. Los directores de dicho sondeo interpretan que los encuestados han comenzado a percatarse de que la fusión de Bush y Jesucristo “perjudica a la cristiandad”. Otra encuesta concluye que el 75% de los jóvenes no religiosos y la mitad de los que van a misa manifiestan que las iglesias cristianas están hoy en día “demasiado implicadas en la política”. Además, el 20% de los evangélicos sondeados piensa que haber asumido el programa político conservador “ha contribuido a destruir la imagen de Jesucristo”.

Hablando de jóvenes y de Jesús, Relevant, una revista dedicada a los evangélicos menores de 25 años, preguntó en febrero a su audiencia por quién votaría Jesús en los comicios de noviembre. La mayoría respondió que por Obama. Y añadió que estaba en contra de la guerra de Irak.

Aún más sintomático: otra encuesta de marzo descubre un creciente interés del mundo evangélico por los temas sociales y concluye (otras fuentes son menos contundentes) que hoy en día el tema de mayor relevancia moral no es el aborto, sino la desigualdad socioeconómica entre Estados Unidos y Europa, de un lado, y el mundo subdesarrollado, de otro. Tal vez Obama se apoya en todo esto cuando elogia a los creyentes que usan su influencia para unir a los americanos contra la pobreza.

En cualquier caso, ¿será verdad que Europa y Estados Unidos comparten valores comunes? ¿Es creíble este contradictorio conglomerado de impresiones, valores y creencias? En EE UU lo es y desde luego muchos parecen hablar con Dios. En Europa somos más humildes y ni siquiera lo intentamos. Muchos vivimos como Edward, ese personaje de Ian McEwan en Chesil Beach que manifestaba estar agradecido de vivir en una época (la Inglaterra de McMillan en los años sesenta, los Estados Unidos de Kennedy) en que la religión se había vuelto, en general, irrelevante.

Emilio Menéndez del Valle es embajador de España y eurodiputado socialista.

http://www.elpais.com/articulo/opinion/todos/hablan/Dios/Estados/Unidos/elpepuopi/20080526elpepiopi_11/Tes

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MÁRIO SOARES: Regular la globalización

En los últimos meses, la prensa mundial -así como significativos economistas y empresarios occidentales- han empezado a expresar en artículos, entrevistas y libros su preocupación, cuando no su alarma, ante las múltiples crisis que están azotando el mundo y no sólo en Occidente. También en los llamados países emergentes.

Estas múltiples crisis tienen su epicentro en Estados Unidos, que si ha sido hasta ahora la superpotencia hegemónica del mundo, empieza a dar señales de poder perder tal condición: crisis financiera, con las perturbaciones bursátiles; monetaria, dada la inimaginable caída del dólar, moneda de referencia mundial que no deja de perder valor en relación con el euro y con el yuan; económica, que dio comienzo con la burbuja inmobiliaria y sus efectos en los créditos en los Estados Unidos (hipotecas subprime); crisis social, con el creciente desempleo, el aumento en vertical del coste de vida y el malestar de amplias capas de la población, que está extendiéndose a la Unión Europea; crisis energética, que afecta a todos los países, excepto a los grandes productores, con el petróleo rozando los 120 dólares por barril; crisis alimenticia, con la escasez y la subida repentina del precio de los alimentos esenciales (cereales, carne, leche, huevos, arroz, etcétera), que anuncia para los países más pobres una ola de hambre, incontrolable acaso; crisis de valores, con la desaparición de los principios éticos en las relaciones sociales y políticas; y, finalmente, crisis planetaria, con la destrucción de los equilibrios ecológicos básicos en la tierra y en los océanos, la disminución de la biodiversidad, la creciente desertificación, la deforestación y las alteraciones climática, provocadas por el agujero de ozono y por el efecto invernadero.

Todas estas crisis, cada una de por sí, son de una enorme gravedad. Como es sabido, algunas llevan anunciándose bastante tiempo. Pero es ahora cuando confluyen y se interrelacionan, con efectos desastrosos, llamando a la puerta de los países más desarrollados y ricos, empezando por los Estados Unidos. Da realmente la impresión de que el coloso americano está llegando al final de un ciclo y puede perder su antigua hegemonía, con todas las perversas consecuencias que de ello se derivarían.

Se ha dicho que los países emergentes podrían escapar a las crisis que se anuncian, y China especialmente, país del que algunos comentadores llegaron a pronosticar, dada su excepcional tasa de crecimiento, que se convertiría en la potencia dominante de mediados del siglo XXI. Yo no lo creo… Entre los llamados países emergentes, tal vez pueda ser uno de los más afectados, dado el volumen de su población y el rígido sistema comunista que, a nivel político, sigue siendo dominante. A pesar de que no se conoce bien lo que ocurre dentro de sus fronteras, se sabe que ha habido revueltas en las zonas rurales y que se da un malestar latente entre las élites culturales y científicas. Son señales ineludibles de la fragilidad del régimen… Veremos qué ocurrirá con los Juegos Olímpicos, que para algunos pueden recordar a los de Alemania en 1936…

La situación más grave, en cualquier caso, se localiza por ahora en Estados Unidos. Nadie duda, a estas alturas, de que la Administración Bush -y las guerras en Irak y en Afganistán con la desestabilización que han provocado en Oriente Medio y en el universo islámico- ha amplificado las crisis a las que se enfrenta, si es que no se halla en su origen. El descrédito de la política americana en el mundo y la pérdida de su antigua hegemonía, a todos los niveles excepto el militar, son indiscutibles.

Con todo, la era de Bush está llegando a su fin, sin gloria alguna, con el presidente sumido en el descrédito y la impotencia. El mundo está centrado ahora en las elecciones que tendrán lugar dentro de seis meses y que serán decisivas, no sólo para Occidente sino también para el mundo entero. ¡Se siente la falta de un nuevo Franklin Delano Roosevelt! Obama, el candidato que mejor comprende la necesidad de cambios, que, necesariamente, implican una ruptura con el sistema, a pesar de la simpatía que despertó en la opinión pública mundial y del dinamismo que desencadenó entre la juventud y los intelectuales, está siendo sometido a un terrible fuego de contención que proviene, curiosamente, de sectores contradictorios entre sí de la sociedad americana, a los que les cuesta comprender que únicamente una ruptura profunda con el statu quo puede salvarlos.

El neoliberalismo, por otra parte, ha entrado en quiebra. A semejanza con cuanto ocurrió en la antigua Unión Soviética, estalló corroído por sus propias contradicciones. Y la Unión Europea está empezando a sentir los efectos de la crisis múltiple que proviene de Estados Unidos, en plena situación de impasse político y estratégico, que la hace incapaz de reaccionar.

¿Cómo podrá la señora Merkel, europeísta convencida, impulsar la construcción europea, ante ese nefasto triángulo cuyos vértices son Brown, Sarkozy y Berlusconi? Sólo un movimiento generalizado de las opiniones públicas europeas puede presionar a los gobernantes europeos con el fin de imponer la regulación de la globalización y cierta racionalidad estratégica en la economía y en la política.

Hace 40 años, por estas fechas, vivimos la revuelta estudiantil y obrera de Mayo del 68, inesperada en sus perfiles, que hizo temblar a De Gaulle y supuso un gran impulso para la emancipación de las personas. La historia nos ofrece sobresaltos, así que estimulan el progreso. No perdamos la esperanza.

Mário Soares es ex presidente y ex primer ministro de Portugal. Traducción de Carlos Gumpert.

http://www.elpais.com/articulo/opinion/Regular/globalizacion/elpepuopi/20080520elpepiopi_5/Tes

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Jordi Soler: La mala educación

El endurecimiento de las medidas contra los inmigrantes que aparece cíclicamente en la agenda de la Unión Europea tiene mucho de amnesia y un buen porcentaje de ingenuidad, porque si algo demuestra la historia de los flujos y reflujos migratorios de todos los tiempos es que no hay ley, ni muro, ni forma de impedir la entrada de una persona que, con el irreprochable objetivo de alimentar a su familia, pretende introducirse en un país que le ofrezca mejores oportunidades que el suyo.

La dureza española con la inmigración latinoamericana debería pesar en la conciencia colectiva

¿Olvida España que muchos de sus hijos emigraron a América Latina?

Europa, y aquí viene la amnesia, le debe la vida a todos esos europeos que emigraron a otras latitudes en busca de fortuna; el soplo que trajo el Nuevo Mundo fue crucial para la consolidación del Viejo Continente. ¿Qué hubiera sido de la hoy pujante y boyante Irlanda si en el siglo XIX, durante la gran hambruna, Estados Unidos hubiera “endurecido” las medidas contra los inmigrantes? Éste es un asunto de conciencia nacional con el que tendrán que lidiar en su momento los irlandeses. En cuanto a nosotros, en España también tenemos nuestra propia cuota de amnesia, que nos lleva a hacer cosas que, si nos ajustásemos a cualquier manual de urbanidad básica, serían calificados como esos actos impropios que hace la gente maleducada y malagradecida.

Ahora voy a recordar una historia que debiera ser inolvidable, máxime en estos momentos: en el año de 1937, en la sede de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, todas las democracias del mundo hacían la vista gorda para no condenar el golpe de Estado del general Franco, ni la intervención de Alemania e Italia en la Guerra Civil española. El silencio y la pasividad de aquellos gobiernos frente al golpe contra la República legítimamente constituida fue, y sigue siendo, una vergüenza.

Sólo un país defendió entonces, contra viento y marea, al Gobierno de la República: México. El presidente Lázaro Cárdenas, a través de su embajador en Ginebra, Isidro Fabela, dijo, ante el pasmo de todos los demás, cosas como ésta: “El Gobierno mexicano no reconoce, ni puede reconocer, otro representante legal del Estado español que el Gobierno republicano”. El resto guardó silencio con tanta disciplina que, unos años más tarde, el Gobierno golpista español conseguiría un asiento en la ONU, el organismo en que se convirtió la Sociedad de Naciones, como si se tratara de un gobierno normal, legítimamente elegido por el pueblo.

Lázaro Cárdenas sostenía que las personas que, por cualquier razón, tenían que abandonar su país debían ser recibidas por otro. Esto le parecía un principio de elemental humanidad, y guiado por este principio ofreció asilo a miles de inmigrantes,entre ellos, a decenas de miles de españoles que no sólo habían perdido la guerra sino también su país. Ante el fracaso de su embajador Fabela, cuyos esfuerzos por defender el Gobierno legítimo de Manuel Azaña fueron premiados con un sonoro silencio, Cárdenas abrió las puertas de México a cualquier inmigrante español, con profesión o sin ella, sin más trámite que la necesidad, o el deseo, de rehacer su vida y labrarse un porvenir en aquel lejano país de ultramar.

En estos días en que la Unión Europea endurece, un poco más, las medidas contra los inmigrantes “sin papeles”, no está de más tener presente esta historia, que tiene apenas 70 años de antigüedad, y no está de más recordarla porque las normas comunes que salen de Bruselas, que intentan controlar el flujo de emigrantes que entra todos los días a Europa, no son más que una aproximación, un tanteo, a veces bastante torpe, que con frecuencia se agita según los aires políticos del momento.

Estados Unidos, que nos lleva décadas de ventaja en este tema, se ha cansado de construir muros y leyes y de inventar cuerpos de policía especiales, y aun así no ha podido encontrar la solución para que los emigrantes latinoamericanos dejen de colarse por sus fronteras. La inmigración es el peaje inevitable que tienen que pagar los países ricos, y todo lo que puede hacerse al respecto es, más o menos, acotarla. Porque sin este margen se caería en la persecución, en la criminalización del inmigrante, en la instauración de un Estado policiaco que iría en contra de lo que es Europa, un territorio donde ante todo se practican los valores de respeto de la dignidad humana, sin los cuales este continente se convertiría en un holding de empresarios dedicados a la multiplicación de sus riquezas.

Dentro del margen que el fenómeno exige, cada país europeo debe tener presente su propio historial migratorio, que es parte indisociable de su historia, una particularidad que no puede meterse en el saco general de medidas de la Unión Europea. Por ejemplo, España tiene responsabilidades con Latinoamérica que Irlanda no tiene, porque España, guste o no, es la madre patria de aquel continente y además, a lo largo de su historia, los españoles han emigrado con bastante normalidad a aquellos países; cosa que, hasta hace unos años, también sucedía a la inversa.

Pero aquel periodo idílico, de elemental justicia, se ha terminado: la urgencia europea por controlar el aterrizaje, o el desembarco, de los inmigrantes, ha provocado, entre otras cosas, que el Gobierno español pase por alto esos años, nada remotos, en los que para progresar, para ganarse mejor la vida, había que irse de España, había que emigrar a otro país.

Pondré como ejemplo el caso de un mexicano que quiera viajar a España, porque es el que mejor conozco, porque tiene que ver con esa historia de conmovedora solidaridad que protagonizó el presidente Lázaro Cárdenas, y porque ilustra perfectamente cómo las medidas contra el inmigrante se han endurecido de manera irracional. Setenta años después de aquella historia, todo mexicano que venga, no a quedarse, sino a pasear a España tiene que someterse a un control nada cortés en el aeropuerto de Barajas o en el de El Prat; un control en el que un oficial le exigirá que enseñe el billete de vuelta, una cantidad mínima de 57 euros por cada día de estancia, el comprobante de una reserva de hotel y, si se trata de un turista que viene a visitar a un familiar o amigo, es decir, que no se hospedará en un hotel, una carta de invitación que previamente ese sufrido familiar o amigo habrá tenido que ir a tramitar a la comisaría de su barrio. Hay que añadir, porque no sobra, que los mexicanos son una minoría en España; una minoría que no sólo no amenaza la integridad de la Unión Europea, sino que ni siquiera pinta en las estadísticas del Ministerio de Trabajo e Inmigración.

Estas medidas duras e inútiles, que se aplican sin ningún rubor tanto a los mexicanos como a la mayoría de los latinoamericanos, hijos todos de la madre patria, deberían pesar en la conciencia colectiva de España, que hoy es rica y próspera gracias a sus emigrantes y a sus inmigrantes. Olvidar esto, pasarlo por alto, es de gente mal educada.

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