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J. Enrique Olivera Arce: México va por donde va y al que no le guste que compre otro

Ni tan poco ni tan mucho, sólo el necesario, diría el que el IFE por sus pistolas decreta que ese si es tan  legítimo como auténtico, al reconocer la necesidad de equilibrar mercado con Estado. Así fuera de dientes para afuera o porque la realidad le obliga, Calderón Hinojosa tardíamente descubre el hilo negro cuando ya  tan poderosa es la libertad del mercado para manejarnos a su antojo, como insignificante lo es el Estado mexicano para defendernos.

Sobran regulaciones y no hay alicientes para invertir en este subdesarrollado país, dicen quejumbrosos empresarios, transfiriendo sus caudales al exterior. Se equivocan de cabo a rabo,  y para muestra basta un botón. El que fuera  sector financiero nacional ha roto el récord mundial de velocidad en recuperar el capital originalmente invertido en el menor tiempo posible. La gran prensa se pregunta ¿Quién gana, limpio de polvo y paja, cerca de un millón de dólares por hora? No hay que dar muchas vueltas: la banca que opera en México que por algo es extranjera.

Sobre el particular, Carlos Fernández-Vega apunta que en mayo de 2001 la trasnacional estadunidense Citigroup adquirió Banamex mediante el pago en efectivo de 6 mil 500 millones de dólares y otro tanto en acciones del grupo, llevándole poco más de seis años recuperar su inversión, acumulando utilidades netas por casi 72 mil millones de pesos. En marzo de 2004, la trasnacional española BBVA compró el porcentaje que le faltaba (40.6) para que Bancomer fuera íntegramente de su propiedad. Para ello desembolsó alrededor de 4 mil 100 millones de dólares. De aquel entonces a la fecha, los neocolonialistas españoles del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria han acumulado casi 60 mil millones de pesos en utilidades netas, de tal suerte que en unos cuatro años recuperaron su generosa inversión, reportando a la fecha un excedente cercano a mil 300 millones de U.S. dólares.

Más de 132 mil millones de pesos en utilidades netas se han embolsado ambas instituciones en unos 6 años. Y 285 mil millones si se considera al sistema bancario en su conjunto, dice el experto que le sigue la pista al mundo empresarial. Excedentes que en su mayoría son repatriados para dar soporte a las economías de los países de origen de la banca extranjerizada.

Así de poderosa es la libertad de comercio que premia a inversionistas extranjeros y mata de hambre a más de 50 millones de compatriotas. En tanto que el Estado mexicano, engolosinado con los excedentes petroleros, manifiesta su pequeñez rescatando y condonando impuestos a Roberto Hernández, Garza Lagüera y demás osados muchachos, rampleros y cuenta chiles, que figuran de manera destacada en los archivos del FOBAPROA.

El Estado mexicano es un fracaso, afirman analistas norteamericanos, en tanto que el Banco Mundial señala que  México ya no es competitivo; hay que venderlo a quienes si saben hacer negocios; lo mismo da que sean gringos o gallegos, que se interesen en petróleo, electricidad, turismo o alimentos, pero ya, que el tiempo apremia.

¿Y Carlos Slim no es acaso mexicano? También sabe hacer dinero de la nada, le valen las regulaciones y los diezmos aportados a la corrupción, transformando mierda en oro, dicen algunos pazguatos. Si, es mexicano y efectivamente sabe para qué es valerse del Estado y sus debilidades para acumular riqueza, pero aguas, por si las dudas este señor ya se nos va con la música a otra parte, como que sabe lo que son sus alas cuando la lumbre ya llega a los aparejos.

Los barruntos de una gran tormenta ya están a la vista. La economía, petrolizada y dependiente de la de nuestros vecinos del norte, está en crisis terminal, ni crece ni ofrece esperanzas de reactivación en el corto y mediano plazo; la soberanía y autosuficiencia alimentaria, están en la lona, sin que se vislumbre solución viable alguna para su rescate; la crisis del sistema político se profundiza, perdiéndose representatividad, confianza y credibilidad institucional, avanzando hacia un perverso autoritarismo meta constitucional  bajo el control de la partidocracia, el duopolio televisivo y los gobernadores insulares. Mezcla explosiva que ya toca peligrosamente a nuestra puerta. Y sin embargo, desde las altas esferas de la administración pública federal se insiste en mantener el rumbo a contracorriente.

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John M. Ackerman: La ley como fetiche

El fetichismo se caracteriza por la atribución de poderes sobrenaturales a un objeto material o social. Augusto Comte utilizó el término para estudiar las religiones tradicionales que idolatran árboles, máscaras y tótems como entes mágicos. Carlos Marx teorizaba sobre el fetichismo del capital, que hace que las mercancías cobren vida y valor independiente del trabajo humano incorporado en ellas. Sigmund Freud escribió sobre los fetiches sexuales, encarnados en un objeto o una parte del cuerpo humano que provocan un deseo sexual desproporcionado. El fetichismo, pues, implica la extracción de algo de su contexto y la consecuente exageración de sus poderes propios.

La ley no es algo mágico o sobrenatural, sino una construcción social. Las normas son redactadas por personas con inquietudes políticas, escritas en un lenguaje en constante transformación, e interpretadas por seres humanos de carne y hueso. Es un grave error hablar de “la ley”, “el Estado de derecho” o “la legalidad” a secas, como si fueran entes con vida propia independiente del contexto social y político en que se desarrollan. Tal fetichismo de la norma nos remite a las peores épocas del autoritarismo del Estado en que ni la ciudadanía ni los servidores públicos tenían derecho a cuestionar o a interpretar la ley, sino tenían que limitarse a obedecer dócilmente la “razón del Estado”.

Los debates recientes sobre la consulta popular y la reforma petrolera demuestran que el fetichismo sigue vivo en el México democrático de hoy. En su agria réplica a Arnaldo Córdova (El Universal, viernes 13 de junio), Miguel Carbonell se erige guardián de la “ciencia jurídica” y califica a Córdova de “espiritista” e “ideólogo”. Carbonell se presenta como un intérprete puro del “alcance semántico” de las palabras de la Constitución, como alguien dotado de poderes sobrenaturales para sentir directamente y sin mediaciones la esencia de un objeto sagrado. Según él, todo lo demás es dogma e ideología. Pero cabe preguntarnos si el “espiritista” es Córdova o Carbonell, ya que al dar al traste con la historia del país y el pacto social encarnado en la Carta Magna el replicante termina convirtiendo la ley en fetiche.

Otro ejemplo al respecto lo constituye un texto reciente de José Woldenberg (“La consulta”, Reforma, 5 de junio) que recurre al famoso “principio de legalidad” para señalar que la consulta sería ilegal dado que los funcionarios públicos solamente pueden hacer lo que está explícitamente permitido por la ley. Siguiendo una larga tradición que utiliza este principio para justificar la inacción y la pasividad gubernamental, el autor concluye que Marcelo Ebrard no puede organizar una consulta en materia petrolera porque el Gobierno del Distrito Federal no cuenta con un voto en el Congreso de la Unión.

De acuerdo con la muy particular interpretación del antiguo consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), las autoridades públicas deben comportarse como autómatas burocratizados sin imaginación, creatividad o cercanía con la ciudadanía. Según Woldenberg, el jefe de Gobierno no tendría por qué inmiscuirse en asuntos que no son de su competencia, aun cuando un amplio porcentaje del presupuesto del Distrito Federal venga de participaciones federales financiadas precisamente por la renta petrolera.

El problema es que si llevamos esta lógica hasta sus últimas consecuencias llegaríamos a una situación de parálisis gubernamental verdaderamente absurda. Por ejemplo, el artículo 70 de la Ley de Participación Ciudadana del Distrito Federal señala que los recorridos de los jefes delegacionales tienen la finalidad de “verificar la forma y las condiciones en que se prestan los servicios públicos [así como] el estado en que se encuentren los sitios, obras e instalaciones en que la comunidad tenga interés”. No se hace mención alguna a la problemática social de la entidad. Así que si un ciudadano se acercara al jefe delegacional durante su recorrido para conversar sobre la drogadicción o el desempleo, el servidor público tendría que evitar este intercambio o de lo contrario exponerse a ser enjuiciado por “extralimitarse” en sus funciones.

En el mismo orden de ideas, Diego Valadés nos ha recordado que tampoco hay norma que ordene a la Presidencia de la República realizar encuestas todos los días. Sería tan absurdo prohibir una consulta popular como impedir la realización de estos cotidianos sondeos. Ambas actividades son ejercicios perfectamente legítimos orientados a conocer la opinión y el sentir de la población.

Desde luego que quienes nos gobiernan deben tener cierto margen de maniobra para atender las necesidades de la ciudadanía, escuchar al electorado y cumplir con el mandato popular. Las leyes no son fetiches y no debieran ser empleadas como programas de computación, sino interpretadas con un sentido histórico y aplicadas con creatividad, arrojo y apertura. La consulta propuesta para el 27 de julio es un ejemplo de la nueva forma de ejercer el poder público que empieza a articularse en el México democrático de hoy.

* La Jornada

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Gustavo Esteva: Ilusiones democráticas

“Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, la frase de Lincoln en Gettysburgh se usa aún como definición de democracia. Pero Lincoln no empleó la palabra en ese discurso. Sabía que un país con esclavos no es una democracia y que ésta no es sólo un régimen de gobierno.

Actualmente, ni siquiera esta noción mínima y sesgada de la democracia puede aplicarse en el mundo real, cuando su triunfo universal llega acompañado de un desencanto igualmente universal. Prevalece la actitud resignada que se atribuye a Winston Churchill: la democracia sería el peor de los regímenes posibles… a excepción de todos los demás; se reconocerían sus terribles fallas, pero se daría tramposamente por supuesto que no hay opciones válidas.

Este fundamentalismo democrático consagra como ideal supremo e intocable a instituciones que generan sólo ilusiones de democracia y la convierten en espectáculo. Por ejemplo: una práctica parlamentaria que no es usual pero tampoco anómala, empleada por el PAN a favor de Felipe Calderón en 2006, se compara ahora con la supresión fascista de congresos democráticamente elegidos y se considera ridícula. Tales disputas vacías se emplean como cortinas de humo para disimular el asunto de fondo: el carácter autoritario de poderes democráticamente constituidos.

Los mexicanos estamos acostumbrados a ese ejercicio despótico, que caracterizó el reinado del PRI. Se frustró la esperanza de que con su liquidación acabara también el despotismo.

El caso más espectacular de autoritarismo es el de la reforma indígena, acordada en San Andrés con los zapatistas. Nunca una reforma legal había recibido tanto apoyo. No hubo una sola organización que se opusiera públicamente a ella, mientras miles de organizaciones y millones de personas la apoyaban, tras seis años de diálogo público abierto. A pesar de esta expresión masiva y contundente de la voluntad popular, el Congreso produjo una contrarreforma y tanto el Ejecutivo como la Suprema Corte se lavaron las manos del asunto.

¿Por qué deberíamos hoy confiar en que se respetará la voluntad popular, si se expresa libremente en el diálogo acotado que recientemente se acordó? ¿Por qué pasó al olvido la propuesta de que la reforma energética que resultara del diálogo se sometiera a plebiscito, para que los ciudadanos tuvieran la última palabra?

Vivimos frente a los límites insalvables de la democracia representativa. Eso es lo que necesitamos discutir.

El modelo democrático ha sido siempre elitista: mantiene en el poder a minorías autoelegidas. Quienes resistían el sufragio, por temor a la “tiranía de las mayorías”, hoy lo defienden con pasión: los partidos y los medios impiden el gobierno ciudadano. En una democracia es siempre una minoría del pueblo y casi siempre una minoría de los electores quien decide qué partido ejercerá el gobierno. Unos cuantos deciden quiénes representan a los partidos y los manejan. Una minoría exigua promulga las leyes. Otra, aún más pequeña, toma las decisiones importantes.

La alternancia en el poder o los famosos “contrapesos democráticos” no modifican esos hechos. Tener conciencia de ello no es un argumento contra la democracia, pero afirma el derecho de la gente a no ser gobernada contra su voluntad y a no tener que comulgar, además, con ruedas de molino.

El cinismo, la corrupción y el desarreglo a que han llegado gobiernos y partidos en las sociedades democráticas y la continua inyección de miedo, miseria y frustración que aplican a sus súbditos hacen indispensable rehacer los fundamentos de las instituciones que amparan el presente estado de cosas.

Como señaló Archipiélago (número 9) en plena transición española: “En el punto en que la democracia se afirma como tabú de la tribu empieza a negarse a sí misma, a instituirse como manera desnuda de dominio, como bruta sinrazón sin otro objeto que el perpetuar el para tantos insoslayable estado de cosas… ¿No será ésta nuestra peculiar variante de fundamentalismo? ¿No se tiene a sí mismo por el único camino verdadero en vez de uno más entre los posibles o deseables? ¿No comparte con otros fundamentalismos análoga pretensión de verdad definitiva y conquista irrenunciable?… ¿No se adorna de una misma ceguera respecto de sí mismo? ¿No se estará creyendo en la Democracia bajo la misma ilusión con que se cree en el Corán o el carácter divino del imperio?”

Este fundamentalismo libra una guerra permanente contra el experimento democrático de los zapatistas, reprime salvajemente otro semejante en Oaxaca y extiende ya, en todo el país, discursos y prácticas autoritarias. Pero tirios y troyanos siguen exigiendo que mantengamos fe ciega en esos dispositivos, que se pretenden intocables.

No sólo hay que tocarlos. Ha llegado la hora de hacerlos a un lado. No debemos olvidar que se emplearon procedimientos democráticos para instalar a Hitler en el poder.

* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/05/05/index.php?section=opinion&article=018a2pol

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