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Alejandro Teitelbaum: La regla de oro del sistema: Privatizar las ganancias y socializar las pérdidas y las deudas
J. Enrique Olivera Arce Veracruz, granero de México”, demagogia y simulación.
Confirmando nuestro punto de vista expresado en el apunte del pasado 14 de mayo, titulado “El Campo Mexicano. Esperanzas por votos”, el diario La Jornada en su edición del pasado 11 de los corrientes, publicó un interesante reportaje de René Alberto López, corresponsal en Tabasco, titulado “Agoniza el Plan Chontalpa; ejidatarios y campos de cultivo, casi en la ruina”. En este, el autor destaca que “hace 43 años, el proyecto de desarrollo agrícola Plan Chontalpa prometía convertir esa región en el granero del país. En sus buenos tiempos llegó a producir 30 mil toneladas de arroz. Hoy, sus campos de cultivo languidecen, la planta y la maquinaria están casi en ruinas, y los ejidatarios enfrentan problemas de cartera vencida”.
En nuestro aporte, señalamos que “Actualmente difícilmente los 22 ejidos colectivos del Plan Chontalpa, en vía de privatización y sometidos a la reproducción del sistema económico dominante, se pueden diferenciar de otros ejidos del país. La producción y productividad cedieron el paso al asistencialismo oficial de subsistencia y la política electoral substituyó a la organización social colectiva; se abandonó la infraestructura hidráulica, y cinco mil familias, a pie de vía, esperan en vano un nuevo ferrocarril que les conduzca a un mejor destino”.
Testigo y protagonista de un programa de colectivización ejidal que alcanzara su más alto nivel con la constitución de la “Unión de Ejidos Colectivos del Plan Chontalpa, Lázaro Cárdenas del Río”, y cuyo modelo de organización sustentado en la democracia participativa, se reprodujera en diversas microregiones de Tabasco y del país en el sexenio de Luís Echeverría Álvarez, en su momento me lleno de orgullo y satisfacción el ser parte de los miles de jóvenes que comprometidos con el nuevo impulso al proceso de la Reforma Agraria Mexicana, pusiéramos lo mejor de nosotros mismos al servicio de un modelo agrario que apuntara a marcar el rumbo en la construcción de un nuevo y más vigoroso estado de cosas en el campo mexicano. Hoy, con la confirmación de nuestra apreciación ya anotada, aquel orgullo y satisfacción se reduce a un mal sabor de boca. El fracaso del Plan Chontalpa me alcanza y me llena de tristeza.
No sólo fracasó el ambicioso proyecto en la región de La Chontalpa. También en todo el país se perdió la esperanza que los hombres del campo depositaran en sus instituciones republicanas, incluida la Confederación Nacional Campesina. La traición, el abandono y la demagogia neoliberal, substituyeron a organización, capacitación, asistencia técnica, crédito, y democracia participativa en el campo mexicano; en detrimento de una histórica forma de vida productiva y social con las consecuencias que en materia de pobreza, desigualdad, migración y dependencia agroalimentaria, hoy, coloca a México como país entre los últimos de América Latina.
De ahí mi indignación cuando leo en la prensa diaria que, gobernantes y funcionarios, se llenan la boca, declarando que se apoya al campo y que en unos cuantos años Veracruz será el granero de México. No hay tal apoyo ni es viable lo que ofrecen los políticos cuando en su imaginación construyen a base de mentiras un escenario promisorio. Lo que existe en materia agroalimentaria es un proyecto neoliberal de un gobierno de empresarios para empresarios, que privilegia a los menos y castiga a la mayoría de los hombres del campo; reduciéndolos al papel de dependientes de la caridad oficial o, en el mejor de los casos, a jornaleros en su propia tierra. Como tampoco, más allá de desplantes demagógicos electoreros, la Confederación Nacional Campesina y sus expresiones estatales, constituyen esperanza reivindicatoria alguna.
El fracaso del campo arrastra al resto del país. La soberanía y autosuficiencia alimentaria es ya utopía. El caldo nos sale más caro que las albóndigas, y a la importación de alimentos habrá de seguirle la reducción de remesas de nuestros paisanos en el extranjero, así como la repatriación de los expulsados que ya no tienen cabida en la economía recesiva del norte, sin que exista blindaje eficaz para evitar la debacle. A la luz de los hechos, Andrés Manuel López Obrador tiene razón. O se cambia de rumbo o terminaremos en una simple colonia dependiente del capital extranjero.
Gustavo Esteva: Comer o comernos
Las reacciones ante la “crisis” alimentaria pueden traer remedios peores que la enfermedad. Piden peras al olmo o encargan al lobo los corderos.
Se dice que calamidades naturales, derivadas del cambio climático, propiciaron la crisis. Pero no hay falta absoluta de alimentos, tras la cosecha más alta de la historia. Igualmente, no puede atribuirse al alza de precios que la mitad de la población del mundo carezca de comida suficiente. Y necesitamos preguntarnos por qué se considera “crisis” que los precios regresen al nivel que tenían hace 10 años.
El caso del arroz ilustra bien lo que ocurre. Japón produjo en 2007 más del que necesita, gracias a fuertes subsidios, pero importó 770 mil toneladas para cumplir una obligación impuesta por la Organización Mundial de Comercio. Mientras sus consumidores pagan hasta cuatro veces el precio internacional, Japón almacena ese arroz, la mitad del cual adquirió en California (cuyo gobierno subsidia la operación), mientras los precios se elevan, Wal-Mart lo raciona y millones de personas no pueden adquirir su principal alimento.
Hasta los años 60, eran “subdesarrollados” los países que exportaban alimentos y materias primas e importaban productos manufacturados. Exigían continuamente que aumentaran los precios de lo que vendían. Hoy exigen lo contrario. Casi todos son importadores netos de alimentos, mientras Estados Unidos, Canadá y Europa los exportan en grandes cantidades.
En 1974, ante algo muy semejante a lo de ahora, el secretario estadunidense de Agricultura Earl Butz anunció que su gobierno emplearía los alimentos como arma política. Por el hambre en el mundo se justificaron abultados subsidios al agronegocio. De nada sirvió que Lappé y Collins demostraran que la ayuda alimentaria agudiza el hambre y Amartya Sen que todos los países que sufrían grandes hambrunas seguían exportando alimentos mientras sus ciudadanos morían de hambre. Se mantuvo el prejuicio: Estados Unidos y Europa deberían mantener restricciones comerciales y subsidios, con el pretexto de combatir el hambre.
En los últimos años aumentó la presión interna y externa para eliminar esas barreras comerciales. India y Brasil encabezaron en Cancún el movimiento que lo exigió como condición para continuar negociaciones comerciales. Bastaron unos meses de campaña para dar un vuelco al clima de la opinión. ¿Quién se atreverá ahora a suprimir esos subsidios? No parece importar que 68 por ciento de ellos, en Estados Unidos, vaya a parar al 10 por ciento de los productores y finalmente a las bolsas de las cuatro corporaciones que controlan 80 por ciento del comercio mundial de alimentos, cuyas ganancias recientes aumentaron casi al ritmo de los precios. Tampoco influye el conocimiento de que los movimientos especulativos de los fondos de inversión, que controlan ya 40 por ciento de los contratos de futuros de la bolsa de Chicago, estimulen el alza de precios de alimentos y petróleo.
En los años 80 Estados Unidos y las instituciones internacionales desalentaron la búsqueda de la autosuficiencia alimentaria en los países “subdesarrollados” y exigieron que desmantelaran sus protecciones. Muchos de ellos las levantan de nuevo, para proteger lo que queda de sus sistemas alimentarios y enfrentar las revueltas asociadas con los alimentos que este año estallaron en 22 países.
El cambio de pautas alimentarias en países como China e India presiona indudablemente la demanda de alimentos y los conduce a un callejón sin salida. Cada kilo de carne de res requiere ocho a 10 de cereales. La carne es la forma más ineficiente e injusta de obtener proteínas. Las vacas mexicanas consumen más alimentos que todos los campesinos; las estadunidenses arrojan más gases a la atmósfera que los automóviles y absorben buena parte de los cereales.
La locura del etanol es aún peor. Los granos que producen cien litros pueden alimentar a una persona por un año y la emisión de gases requerida para producirlo es mayor que la de la gasolina que sustituye.
La “crisis” hace evidente la insensatez suicida de la agricultura industrial, que emplea 10 calorías de energía fósil por cada caloría de energía alimentaria, causando daños inmensos al ambiente y la sociedad. Las tierras agrícolas del mundo deben dedicarse a producir alimentos para la gente, no para los automóviles o el ganado. Pero esto sólo podrá lograrse cuando queden de nuevo en manos de los campesinos, rescatando producción y consumo de las corporaciones que ahora los controlan, apoyadas por sus gobiernos.
Es criminalmente ingenuo esperar que gobiernos como el mexicano protejan a los campesinos, en vez de seguir tratando de expulsarlos del campo, y que abandonen su ciega subordinación al mercado y las corporaciones. Necesitamos aguantar a pie firme las consecuencias de saber que no podemos dejar los alimentos o el petróleo en las manos de este gobierno o este Congreso.
* La Jornada
* gustavoesteva@gmail.com
* http://www.jornada.unam.mx/2008/05/19/index.php?section=opinion&article=022a1pol
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Aurelio Suárez Montoya: Commodities, una nueva arma para matar de hambre
En 2004, el Institute of Development Studies, en una investigación sobre las secuelas de la implantación del modelo de “libre comercio” para los productos agrícolas desde 1990, incluidos los alimentos, encontró, teniendo en cuenta las importaciones agrícolas como porcentaje del PIB, el nivel de dependencia de la agricultura y el suministro diario de calorías por habitante, que al menos 43 países tenían valores muy altos de vulnerabilidad y que otros 23 suministraban menos de 2.500 calorías al día por habitante, conformando un numeroso grupo de “países en desarrollo importadores netos de alimentos”.
Entre 1994 y 2004, la producción de alimentos de todos los países en desarrollo cayó 10% respecto a la década anterior, mientras sus compras alimenticias externas crecieron 33%. Los países del Norte, encabezados por Estados Unidos, tomaron el control mundial de los alimentos merced a los mil millones de dólares diarios de subsidios estatales que les permite exportar sus excedentes a precios por debajo del costo y quebrar las producciones domésticas del Sur, al cual, para facilitar el asalto, se le obligó a eliminar o reducir los aranceles. El hambre que sufre el mundo tiene como primera causa ese perverso modelo comercial.
Coincidiendo con las crisis financieras, desde 2001 se inició un alza continua en el precio internacional de los alimentos. Los linces de las finanzas apuntaron a los mercados especulativos de los contratos a futuro de los bienes básicos, que se transan en las bolsas de valores con el nombre de commodities, como medio para resarcirse de las pérdidas en otras inversiones, como alternativa frente a las bajas tasas de interés, a la caída de las acciones de las firmas o a la devaluación del dólar. La cabalgata especulativa empezó por el oro y el petróleo y, gracias a la superioridad ganada por los países poderosos en la década anterior, aunada a la desaparición de toda forma de intervención estatal en el mercado alimenticio, se incluyeron cereales y oleaginosas en la ruleta de las transacciones bursátiles, donde los precios presentes se fijan mediante la expectativa agiotista de la cotización futura. En las lonjas de Chicago y Sao Paulo es el retorno del capital invertido en este tipo de operaciones, por encima de las interacciones entre oferta y demanda, el que define los precios. Las malas noticias sirven a la voracidad financiera; si sube el petróleo, si abundan cereales u oleaginosas para agro-combustibles, si el clima daña cosechas en Australia o Argentina, si China e India piden más alimentos, si bajan los inventarios mundiales, todo se pone a su favor.
En el maíz, por ejemplo, no resulta explicable que, si los inventarios mundiales entre la cosecha 2003-2004 y la de 2007-2008 cayeron un 11%, aunque todavía sean más de un 10% del consumo mundial y estén por encima de las 90 millones de toneladas, el precio internacional haya subido en ese mismo lapso un 125%, de 105 dólares la tonelada (FAO, 2003) a casi 240 (Illinois, abril 2008). Lo de la soya es peor: la oferta mundial ha subido 28% para esos mismos cuatro años, los inventarios mundiales crecieron 40% y éstos como proporción al consumo global también se agrandaron (USDA, 208); no obstante, la cotización mundial por tonelada alzó de 300 dólares (FAO, 2003) a cerca de 500 (Chicago, abril 2008).
Lo del arroz es insólito. El déficit mundial de la producción frente al consumo en 2003 fue de 20 millones de toneladas y en 2007-2008 hubo un superávit de un millón de toneladas. No valió la recuperación; el que los inventarios mundiales hayan caído un 8,5% para este cuatrienio sirvió para que los precios se hayan más que duplicado, al pasar la tonelada de origen tailandés de 200 dólares (FAO, 2003) a 499 (Chicago, abril 2008). Finalmente, lo del trigo es injustificable. En 2003 el consumo mundial fue 50 millones de toneladas mayor que la oferta total; para 2007-2008, la diferencia se redujo a 13 millones; sin embargo, como los inventarios mundiales bajaron de 166 millones de toneladas a 110 millones (USDA, 2007), al mundo se le cobra la mayor demanda de pan incrementando los precios internacionales de 150 dólares por tonelada (FAO, 2003) a 499 (Chicago, abril 2008). ¡Un crimen!
Por los afanes de las crisis financieras, la comida, que ya se había convertido en mercancía, se transformó ahora en commodity, nueva arma para matar de hambre a desnutridos de los cinco continentes. Mortal como las siete plagas de Egipto, devastadora como la roya que atacó los cultivos de papa en Irlanda en 1845, vandálica como las hambrunas en la naciente Europa urbana del siglo XVII. Por ende, el hambre actual no es un problema de “estabilidad política” en decenas de países, como dijo el Director de la FAO, Jacques Diouf. Que no se aproveche la hecatombe además para invadir países tras la disculpa de “paz y ayuda alimentaria”, aunque parece que todo fuera para allá…como en Haití.
* Argenpress
* http://www.argenpress.info/nota.asp?num=054421&Parte=0
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Anamaría Ashwell: Monsanto y el maíz de México
De investigaciones independientes como ésta sabemos hoy de los recursos legales y tráfico de influencias que son su practica empresarial para atacar o defenderse por actos consumados contra de la salud y la ecología y que son dignos de una película de terror. Por eso, cuando en 2006 Jesús Madrazo Yris director para América Latina de Monsanto anunció inversiones millonarias –24 millones de dólares– para “mejorar las semillas híbridas de maíz” en México, esa era una noticia que no había que celebrar. Sin apenas percatarnos, Monsanto inmediatamente después se unió con Bayer y Gruma para emprender un “modelo agroempresarial” en 7 mil has. de Chiapas, cuya producción se vendió (según el diario Reforma 14–05–2008) casi en su totalidad a Maseca. Milpas campesinas chiapanecas fueron sembradas 7 mil 45 sacos de solo dios sabe qué tipo de semillas modificadas y se volvieron más productivas gracias a 3 mil 375 toneladas de fertilizantes y ¡3 mil 854 litros de insecticidas! en un solo ciclo agrícola.
Monsanto la inició John Francis Queeny, en San Luis Missouri, en 1901 con la producción de sacarina que hasta entonces sólo se importaba a USA desde Alemania. Le puso el nombre de “Monsanto Chemical Works” porque era el nombre de su esposa. La compañía se expandió hasta producir derivados de vainilla, cafeína y drogas sedativas y laxantes. Cuando a Queeny le diagnosticaron cáncer en 1920 Monsanto se volvió verdaderamente Monsanto, un emporio global, bajo la dirección de su único hijo édgar.
La compañía se expandió en poco tiempo hacía la producción de goma, aditivos para combustibles, plásticos, resinas, cafeína artificial, líquidos industriales, vinil, detergente para lavaplatos, anti congelantes, herbicidas, pesticidas y fertilizantes. Su gran salto ganancial vino, sin embargo, en 1981 cuando creó un centro de investigación de biología molecular y se avocó a desentrañar la genética de plantas y semillas comestibles. En 1982 los científicos de Monsanto lograron modificar genéticamente células vegetales. Ernest Jaworski, director del programa, declaró a la prensa estadounidense: “A partir de ahora es posible introducir virtualmente cualquier gen dentro de la célula de una planta con la meta final de aumentar la productividad de las siembras”.
A raíz de esto, en 2002 Monsanto se reorganizó y eliminó su producción de químicos y fibras sintéticas para concentrarse en el negocio de semillas modificadas de algodón, soya, canola y maíz. La responsabilidad legal y social por contaminación de por lo menos 50 sitios, pendientes de posibles juicios legales en su contra, producto de su anterior historial como industria química, fue minimizada. Por eso pocos saben que Monsanto, antes de esta reorganización como empresa agrícola, producía industrialmente dioxina, derivado de la producción del insecticida que vendía bajo el nombre de 245 T, entre 1929 y 1995. Dioxina es una combinación de químicos altamente tóxicos que provocan enfermedades del corazón e hígado y alteran el sistema reproductivo humano. Por más pequeñas las cantidades utilizadas éste persiste por tiempo indefinido en el suelo y se acumula en el cuerpo humano. En su versión más tóxica provoca cáncer. En 1949 una caldera que cocinaba este herbicida explotó en la planta que Monsanto tenía en Nitro, Virginia Occidental. Cientos de trabajadores y residentes se enfermaron. Monsanto minimizó el accidente y continuó su producción: en 1960 produjo el Agente Naranja, el poderoso herbicida con dioxina, que el ejército norteamericano utilizó en Vietnam para destruir la foresta y la jungla durante la guerra. En 1969 dejó de producirlo pero la contaminación de suelos y agua que dejó en Nitro, así como la salud deteriorada de sus residentes, persistió y existe hoy una demanda legal en su contra (Monsanto alega que esta inconformidad no tiene méritos y que se defenderá “vigorosamente” en la corte). Así también sucedió en Anniston, Alabama donde Monsanto, entre 1929 y 1971 produjo PCBs; un líquido refrigerante para transformadores y equipos eléctricos. Los PCBs son tóxicos en extremo y provocan daños al sistema inmunológico, endócrino y reproductivo en humanos. 37 años después de que Monsanto detuvo esa producción, la planta y las tierras de la fábrica son consideradas las más contaminadas y peligrosas para humanos en EU. Los residentes de Anniston, después de una batalla legal larga y costosa, lograron que Monsanto inicie la limpieza y la compañía tuvo que pagar 550 millones de dólares a los residentes pero las personas, el suelo y los ríos de Anniston permanecerán contaminados para siempre; mientras tanto los trabajadores y residentes de otra planta similar, en Groesfaen, Gales en la Gran Bretaña, lidian con la misma situación: todos lo que fueron expuestos por la fábrica de Monsanto viven hoy contaminados con PCBs. En 1993 la agencia federal que regula comestibles y drogas en Estados Unidos (FDA) aprobó el uso comercial de una hormona artificial rBST (bajo el nombre Posilac) desarrollada por Monsanto para incrementar la producción de leche en vacas. Cuando granjeros estadounidenses rehusaron utilizarla e informaron a sus clientes que sus vacas estaban libre de la hormona (tiene efectos secundarios en el ganado aunque a corto plazo no se ha comprobado efectos negativos en humanos) Monsanto inició una batalla legal en contra de la etiquetación de productos lácteos que indicara al consumidor que estaban libre de la hormona.
Monsanto argumenta hoy que sus años de contaminación ambiental y de daños a la salud pública quedaron atrás. Hoy se presenta como una compañía agroindustrial, cuyos productos son la gran promesa para elevar productividad agrícola y mejorar la balanza alimenticia mundial. Pero al mismo tiempo que comercializa sus semillas alteradas y patentadas (nadie puede certificar las consecuencias de la siembra y consumo de algunas de éstas –a largo plazo– sobre suelos y en la salud humana) paga a un ejército de abogados y empleados para perseguir y demandar a cualquier agricultor que infrinja las patentes de sus más de 624 semillas genéticamente modificadas. Con todos los recursos imaginables, Monsanto patrulla y vigila todos los lugares del planeta donde venden y siembran sus semillas. Si son semillas modificadas del maíz, por ejemplo, el que las usa puede contaminar variedades criollas dejándolas también estériles o alteradas –eso no le incumbe y más bien le conviene a Monsanto– pero el agricultor no puede guardar las semillas modificadas ni prestarlas ni venderlas a otro so pena de un juicio cuya meta es quebrar al “infractor”. Monsanto engancha así para siempre, obligando a comprarles semillas en cada nuevo ciclo agrícola y lo que aparentemente sale más barato y productivo a corto plazo en realidad somete al agricultor a una versión moderna de la tienda de rayas. El peligro de contagio a las semillas nativas del maíz, volviéndolas estériles o con composición alterada, es, además, una realidad.
Los campesinos maiceros de México, los guardianes milenarios de la cultura culinaria y artística mesoamericana del maíz ¿serán las siguientes víctimas de Monsanto?
Link: http://www.lajornadadeoriente.com.mx/2008/04/15/puebla/o1ash10.php
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Arnaldo Córdova: El saqueo del agro
El capitalismo moderno, basado en el uso de mano de obra asalariada, no nació en las ciudades, aunque en éstas las actividades mercantiles y financieras fueron comunes. Adam Smith, en su monumental Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, hizo ver que los primeros capitalistas de Inglaterra fueron los arrendatarios de tierras pertenecientes a los landlords (terratenientes) y que, para trabajarlas, empleaban mano de obra asalariada. Entonces nació el concepto de renta, que Smith desarrolló y que Marx redondeó en El capital. El mismo Marx anotaría, en su manuscrito sobre las formaciones precapitalistas de producción que las grandes fábricas manufactureras tampoco nacieron en la ciudad, debido al dominio corporativo y político de los gremios, sino en las aldeas, vale decir, en el campo.
El maestro Jesús Silva Herzog (el grande) señaló en alguna ocasión que en México, como en todo el mundo, había pasado lo mismo. Y daba como ejemplos las haciendas azucareras de Morelos y henequeneras de la Península de Yucatán (se podrían agregar las pulqueras de los valles de Apan, o las guayuleras del norte medio de México y tantas otras). Antes, sólo había capitalismo usurario si es que a eso se le puede llamar capitalismo y explotación mediante esclavos. El campo es el hogar primigenio del capitalismo moderno.
Durante los años sesenta y parte de los setenta, los historiadores de la economía mexicana y la sociología latinoamericana de aquellos años pusieron énfasis en el fenómeno típico de nuestra historia: el saqueo del campo como base para la formación del capitalismo que, a raíz de ello, se volvió urbano. Cuánto crecía el capitalismo, cuánto se sacaba del agro para alimentarlo y financiarlo: esa era la fórmula. Después de aquellos años de despegue intelectual, no he sabido que los economistas se hayan vuelto a ocupar del asunto: el saqueo indiscriminado e inmisericorde del campo para hacer crecer nuestra economía capitalista.
En una ocasión, en los días en que se estaban discutiendo las cláusulas agrícolas del Tratado de Libre Comercio, le oí decir a mi amigo Rolando Cordera: “Después de cincuenta años en los que le dieron en la madre al campo, haciéndolo totalmente inviable, ahora nos van a llenar de exportadores aguacateros y hortaliceros y los demás se van a ir al demonio”. Debo decir que a Rolando no le parecía despreciable el TLCAN. Los resultados parecen estar a la vista después de quince años: ese tratado fue hecho para los exportadores de productos agrícolas que la economía norteamericana necesitaba.
A algunos derechistas les he escuchado que, en su opinión, ha sido una necedad “histórica” querer hacer de México un país cerealero, cuando su territorio no tiene vocación para ello. Les he preguntado qué piensan del maíz y me contestan tranquilamente: “ése se puede comprar en cualquier parte del mundo”. Ellos creen que los mercados internacionales siempre dan lo que se les pide y no reparan en las recurrentes fluctuaciones bruscas de precios ni que los mercados pueden cerrarse por presiones políticas y, ciertamente, nuestra soberanía alimentaria les importa un bledo. Según ellos, nosotros deberíamos producir para hacer negocio, lo demás son pamplinas o babosadas de un pasado que más nos conviene olvidar.
Unos cinco años después de que se firmó el tratado, el socarrón de Salinas de Gortari (todavía gobernaba Zedillo) dijo que él había esperado que se tomaran las medidas necesarias para transformar la economía rural de México; si no se había hecho, dijo, pues eso ya no era culpa suya. Tal vez, lo que quiso decir fue que el gobierno había sido tan tonto que no había apoyado a sus exportadores del campo, pero no dijo nada sobre lo que había que hacer con los maiceros, los frijoleros, los azucareros o los productores de leche. ¿Cómo transformarlos a ellos en exportadores a la medida de nuestra integración a Norteamérica? Si están fuera de la competencia, ¿qué otras opciones podrían tener en el resto de la economía?
Desde aquellos años creo que todos debimos haber entendido la clave del asunto: hacer de nuestra economía agrícola una economía exportadora neta y mandar al diablo a todos lo que no encajaran en el propósito. Creo que así razonaron los salinistas y ni siquiera pensaron en que millones de seres humanos iban a perecer en este intento modernizador. Ahora, ¿qué vamos a hacer con los que no pueden exportar sus productos? Pero, sobre todo, ¿qué vamos a hacer con ellos cuando necesitamos desesperadamente lo que producen para nuestro consumo, como el maíz blanco, el azúcar o la leche y no les pagamos lo que cuesta producirlos ni los subsidiamos adecuadamente?
El mismo maestro Silva Herzog dijo en aquella ocasión que el mayor saqueo que se había hecho al agro era el de su mano de obra. Esa ya no se la creí tanto, pero ahora veo que también en eso tenía razón: aunque hoy tal vez una mayoría de quienes se van a Estados Unidos son citadinos (y defeños), la verdad es que nuestros campos se han despoblado monstruosamente y corremos el riesgo de que ya no tengamos en el corto plazo quién nos alimente. ¿Ahora tendremos que comer tortillas de maíz amarillo que es sólo para animales y acabar envenenándonos? El emporio maicero del Valle de Culiacán ha sido obligado, una vez más, a vender su riquísima producción al precio que el gobierno y los acaparadores dictan.
Con las grandes movilizaciones de los productores y trabajadores del campo en contra del TLCAN en su capítulo agrícola, sólo dos cosas parecen todavía planteables: o se denuncia en esa parte el tratado, como se demanda, o se instrumenta con la mayor rapidez una política de fomento de la producción que nos alimenta y que nos debe interesar. Lo primero significaría poner en predicamento a los exportadores que han gozado de las ventajas del tratado; lo segundo parece impensable. O sea que las dos cosas son imposibles. La derecha que nos gobierna no aceptaría ninguna de ellas. Pero para nosotros la segunda resulta vital.
No sé cuánto se requeriría para refaccionar a nuestros productores no exportadores (que producen para alimentarnos), pero sospecho que no debe ser mucho. Bastaría, creo, una décima parte de los excedentes petroleros para reavivar nuestra vital economía rural productora de alimentos y ponerla a salvo de la invasión inminente de productos baratos y de mala calidad que se avecina y que, de hecho, ya está aquí. Pero a los derechistas en el gobierno eso les debe parecer una estupidez. Creo que no se han dado cuenta de la tremenda fuerza social a la que están desafiando. De cualquier forma, hay que admitir que quienes ahora se pronuncian contra el tratado lo hacen demasiado tarde. Demasiado tarde para desgracia de todos nosotros, productores y consumidores.
A mi entrañable Ruy Pérez Tamayo con afectuosa solidaridad
* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/02/17/index.php?section=opinion&article=022a2pol
Luis Hernández Navarro: Agricultura y libre comercio: las falacias
Los productores y el agro marchan bien, dicen desde el poder. Alberto Cárdenas, el secretario de Agricultura conocido como El dos neuronas por su deslumbrante inteligencia, asegura que el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) ha traído más beneficios que males. La aseveración es falsa. Las cifras así lo muestran.
Según información del Departamento de Agricultura estadunidense (USDA, por sus siglas en inglés), la balanza comercial agroalimentaria entre México y Estados Unidos es claramente deficitaria para nuestro país. Así ha sido año tras año desde el inicio del TLCAN. Hasta octubre de 2007 las importaciones mexicanas sumaban más de 10 mil 487 millones de dólares, mientras las exportaciones apenas alcanzaban 8 mil 479 millones de dólares.
Lo mismo ha sucedido desde 1994. Las compras nacionales de productos agroalimentarios a nuestro vecino fueron de casi 10 mil 881 millones de dólares en 2006 y las ventas llegaron a 9 mil 390 millones de dólares. Durante 2005 importamos 9 mil 429 millones de dólares y exportamos 8 mil 330 millones de dólares.
Las cifras no son peores gracias a la cerveza. Convertida en nuestro principal producto agroalimentario de exportación, su éxito no le debe nada al TLCAN. Las ventas mexicanas de la bebida alcohólica en Estados Unidos durante 2005 sobrepasaron los mil 300 millones de dólares. Representaron 18 por ciento del total de las exportaciones alimentarias nacionales del sector hacia su principal socio comercial.
Las ventas de cerveza, vegetales y frutas concentran las tres cuartas partes de las exportaciones de México hacia su vecino del norte. Los tomates son el segundo producto agroalimentario de exportación y los pimientos el tercero. Limones, papayas, mangos, pepinos, espárragos frescos y verduras congeladas le siguen en importancia.
Granos, oleaginosas, carnes y productos derivados concentran las tres cuartas partes de las importaciones agroalimentarias mexicanas de Estados Unidos. Aunque se asegura que muchas de estas compras buscan cubrir un déficit de los agricultores mexicanos, centenares de toneladas de maíz, soya, sorgo, arroz y trigo han llegado a los mercados mexicanos con precios por debajo de sus costos reales de producción, dañando gravemente la planta productiva nacional. El impacto entre campesinos y agricultores ha sido devastador.
Un caso, entre otros más, es el del arroz. México es el primer destino de las exportaciones estadunidenses de este cereal. En un momento en el que los grandes agricultores de ese país han perdido importantes mercados en India, Tailandia y África subsahariana, el acceso preferencial al mercado mexicano avalado por el TLCAN ha servido al imperio como la tabla de salvación que ha hundido a los productores nacionales.
El TLCAN ha impulsado la inversión extranjera directa en las cadenas agroalimentarias mexicanas. De acuerdo con la Secretaría de Economía, tan sólo entre enero de 1999 y junio de 2006 este sector recibió inversiones por 11 mil 700 millones de dólares, de los cuales casi la mitad proviene de la patria del Tío Sam. Las estadísticas estadunidenses señalan que en 2005 la inversión de esa nación en la industria alimenticia, excluyendo la producción agrícola y las bebidas, era de casi 3 mil millones de dólares.
Estas inversiones son importantes en las empresas que comercializan granos, elaboran harinas y tortillas, así como en el procesamiento de carne. Por ejemplo, de las tres compañías que controlan casi 50 por ciento del mercado avícola en México, dos son grandes consorcios estadunidenses.
Las compañías multinacionales de base estadunidense establecidas en México tuvieron aquí ventas por 6 mil 100 millones de dólares, casi el doble del valor de las exportaciones de alimentos procesados provenientes del país de las barras y las estrellas. La mayoría de las marcas más conocidas en el otro lado se comercializan dentro de nuestro territorio.
La dieta de los mexicanos se ha transformado aceleradamente a raíz del TLCAN y de la enorme presencia de gigantes corporativos como Wal-Mart, Cotsco y Sam’s Club en las cadenas minoristas. Ningún médico se atrevería a decir que este cambio en el patrón de consumo ha sido para bien de la población.
Pero el secretario de Agricultura no es el único que en estos días falta a la verdad. Es falso, como afirma Fidel Herrera, gobernador de Veracruz, que la negociación del capítulo agropecuario del TLCAN haya sido correcta, pero las medidas que se tomaron posteriormente hayan sido malas. Por supuesto, las políticas de compensación, reconversión y fomento a la productividad que debieron acompañar la firma del acuerdo han sido pésimas, pero la negociación del tratado fue desastrosa para el país, para el campo y para los campesinos.
Cuando menos, México podía haber dejado el maíz y el frijol fuera del trato. Canadá y Estados Unidos excluyeron de su pacto lácteos, cacahuates, mantequilla de maní, algodón, azúcar, pollos, pavos, huevos y margarina. Pero el gobierno de Carlos Salinas no quiso hacerlo y metió maíz y frijol a la mesa de negociación con el objetivo de forzar, por esta vía, el drenado de la población rural hacia las ciudades.
Es equivocado suponer que ya nada puede hacerse, salvo pelear por quedarse con la bolsa del programa especial para paliar los efectos de la liberalización comercial. El capítulo agropecuario del tratado es renegociable, más aún si forma parte de la agenda bilateral sobre migración y narcotráfico.
No tiene sustento afirmar que lo peor de la apertura comercial en el agro ya pasó. No, al menos, en la percepción de su población. Los tiempos de la sociedad rural, la forma en la que se procesa en ella la acción reivindicatoria, poco tienen que ver con los de las dinámicas de la tecnoburocracia neoliberal y las coyunturas electorales o legislativas de los políticos.
El libre comercio en el campo ha causado severos estragos en el mundo campesino. Más temprano que tarde los labriegos pasarán la cuenta.
* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/01/08/index.php?section=politica&article=014a1pol
Gustavo Duch Guillot *: Qué hacemos con los campesinos del mundo
Observando las realidades del mundo rural de nuestro planeta se puede llegar a una conclusión repetida y válida: parece que no existe espacio ni futuro para las pequeñas unidades familiares campesinas que alimentan directamente a más de la mitad del mundo.
Mayoritariamente las políticas globales y las políticas locales han definido e imponen, bajo los paradigmas neoliberales, un modelo de agricultura basado en modelos intensivistas capaces de producir grandes cantidades de alimentos con muy pocas manos participando en su siembra, cultivo, crianza, producción, etcétera, orientados hacia los mercados internacionales, hacia la exportación, donde la riqueza generada no revierte en el campesinado. El fenómeno de la aniquilación del campo sabemos que no es nuevo y que en momentos históricos pudo ser asimilado. Como en España, cuando en pleno desarrollo industrial existía una industria capaz de absorber a muchos de estos agricultores sin futuro. Pero esta situación no es la que se da actualmente en las naciones empobrecidas del sur con la mayoría de la población viviendo en el campo. Cuando llegan a las ciudades sólo les esperan los bolsones de pobreza.
Frente a estas posturas casi dogmáticas tenemos desde hace más de 10 años una propuesta alternativa que enfoca la lucha contra la pobreza a partir de la defensa de la agricultura familiar a pequeña escala, que se reconoce bajo la bandera de la soberanía alimentaria. Soberanía en tanto que defiende el derecho de los pueblos a poder definir sus directrices agrarias centradas en la defensa y promoción del aparato productivo nacional (como decía una dominicana, “mientras un pueblo pasa hambre no tiene lógica alguna exportar nada”). Y alimentaria, porque promueve una producción agraria basada en modelos agroecológicos que se demuestra no sólo son los únicos compatibles con el futuro de un planeta en crisis ambiental, sino también los más saludables, los más eficientes en cuanto a producción de alimentos, y en los que la riqueza se distribuye con verdadera justicia.
Para acercarnos a este nuevo paradigma hay que romper las reglas del juego que funcionan en la actualidad bajo una lógica mercantil, que sólo son generadoras de desigualdades, y abordar la temática desde el reconocimiento de un sistema de derechos humanos y un conjunto de políticas activas. Frente a la privatización de los bienes fundamentales para la producción de alimentos ha de prevalecer el derecho al acceso a la tierra, al agua y a las semillas que harán posible otro derecho humano vital: el derecho a la alimentación.
Hoy la tierra sigue distribuida en grandes latifundios que acaparan las mejores áreas cultivables arrinconando a los pequeños campesinos a las laderas, a los secarrales; el agua de riego es cada día un bien más escaso, pero no se renuncia a usos ociosos de la misma; y la distribución de las semillas, elemento básico de toda la cadena alimentaria, está concentrada en cinco monstruos empresariales.
Las políticas agrarias, forestales y pesqueras deberán enfocar muy lejos del actual modelo de apoyo a las agroindustrias, para defender y promover la pequeña producción campesina familiar y asegurar el control local de los procesos de transformación, distribución y comercialización de los alimentos para que salgan reforzadas las redes del mercado local y de temporada. Si no es así, seguirán repitiéndose crímenes tan graves como la presencia en mercados de países del sur de muchos alimentos importados, que por su economía de escala y las subvenciones que reciben, se sitúan a precios muy ventajosos frente a los locales, dejando a campesinas y campesinos sin oportunidades para comercializar sus productos. O la cada vez más presente fuerza de las grandes cadenas de supermercados. También éstas con su política de internacionalización y concentración se han hecho comunes en todos los países del mundo. Para los consumidores los mismos supermercados con las mismas marcas, como en casa. Para los productores agrícolas significa que disminuyen sus opciones de venta y las hace muy difíciles. Las grandes superficies tienen unas exigencias de volumen, regularidad, homogeneidad de los productos, y otras que de nuevo dejan fuera a las pequeñas explotaciones campesinas. Sin ellas el mundo no tiene porvenir.
* Director de Veterinarios sin Fronteras
* La Jornada
* http://www.jornada.unam.mx/2008/01/03/index.php?section=opinion&article=020a1mun