Daily Archives: August 13, 2008

Marcel Schwob: La salvaje

El padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles. Búchette veía cómo se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de corteza; a menudo, los musgos grises venían a arrastrarse sobre su rostro. «¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas heridas. Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la sombra. Búchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno. El se tendía entre las ramitas despedidas y masticaba con lentitud. Después, Búchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para gritar: «¡Uuu!».

Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette solía observarla desde lejos.

Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aun encendidas por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de la misma edad de Búchette.

Al principio tuvo miedo de acercarse; ni siquiera se atrevió a llamar a su padre. Pensó que era una de las personas que respondían en la caverna de la Becerra cuando alguien hablaba fuerte. Cerró los ojos, temiendo que cualquier movimiento suyo provocase algún siniestro ataque. Al inclinar la cabeza oyó un sollozo cercano: la extraordinaria criatura verde lloraba. Entonces, Búchette abrió los ojos y sintió pena. Pues veía el rostro verde, dulce y triste, humedecido por las lágrimas, y dos nerviosas manitas verdes que se apretaban contra la garganta de la niñita extraordinaria.

-Tal vez se haya caído sobre malas hojas que destiñen -se dijo Búchette. Armándose de valor atravesó helechos erizados de ganchos y de zarcillos, hasta llegar casi junto a la singular figura. Dos bracitos verdeantes se tendieron hacia Búchette, en medio de las mustias zarzas.

-Se parece a mí -pensó Búchette- pero tiene un extraño color. La sollozante criatura verde estaba semicubierta por una especie de túnica hecha de hojas cosidas. Era en realidad una niñita que tenía el tinte de una planta silvestre. Búchette imaginó que sus pies estaban arraigados en la tierra. A pesar de esto, los movía con mucha ligereza.

Búchette le acarició los cabellos y le tomó la mano. Ella se dejó conducir siempre llorosa. Parecía que no supiese hablar.

-¡Ay! ¡Dios mío! ¡Una diablesa verde! -exclamó el padre de Búchette cuando la vio llegar-. ¿De dónde vienes, pequeña? ¿Por qué eres verde? ¿No sabes responder?

Era imposible saber si la niña verde había entendido. «Tal vez tenga hambre», dijo él. Y le ofreció el pan y el cántaro. Pero ella dio vueltas al pan en sus manos y lo arrojó al suelo; luego agitó el cántaro para escuchar el ruido del vino.

Búchette rogó a su padre que no dejara a esa pobre criatura en el bosque durante la noche. A la hora del crepúsculo las pilas de carbón brillaron una por una y la muchacha verde observó, temblorosa, los fuegos. Cuando entró en la casita, retrocedió al ver la luz. No podía acostumbrarse a las llamas y lanzaba un grito cada vez que alguien encendía la vela.

Al verla, la madre de Búchette se persignó. «Dios me ayude -afirmó- si se trata de un demonio; pero no es ni remotamente una cristiana». La niña verde no quiso tocar ni el pan, ni la sal, ni el vino, de lo cual resultaba claramente que no podía haber sido bautizada ni presentada a la comunión. Fueron a visitar al cura, quien llegó a la casa en el preciso momento en que Búchette ofrecía a la criatura habas en su vaina.

Muy contenta al parecer, se puso de inmediato a partir el tallo con las uñas, pensando encontrar las habas en el interior. Mas luego, decepcionada, comenzó a llorar hasta que Búchette le hubo abierto una vaina. Entonces royó las habas mientras observaba al cura.

Por más que llevaron a su presencia al maestro de escuela, no fue posible hacerle comprender una sola palabra humana ni pronunciar un solo sonido articulado. Lloraba, reía, o emitía gritos.

El cura la examinó minuciosamente, sin descubrir en su cuerpo ninguna señal del demonio. Al domingo siguiente la condujeron a la iglesia y allí no manifestó signo alguno de inquietud, aparte de gemir cuando la humedecieron con agua bendita. Pero no retrocedió lo más mínimo ante la imagen de la cruz y, cuando pasó sus manos por sobre las sagradas llagas y las desgarraduras de las espinas, pareció apenada.

Las gentes de la aldea sintieron gran curiosidad y algunas hasta temor. A pesar del consejo del párroco, seguían hablando de la «diablesa verde». La criatura sólo se nutría de granos y frutas; cada vez que le ofrecían espigas o ramitas, partía el tallo o la madera y lloraba de desilusión. Búchette no lograba hacerle aprender en qué lugar había que buscar los granos de trigo o las cerezas, y su decepción era siempre la misma. Por imitación, pronto fue capaz de transportar madera y agua, barrer, secar y hasta coser, aun cuando manejaba la tela con cierta repulsión. Mas nunca se resignó a encender el fuego, o tan siquiera a aproximarse al hogar. Entretanto, Búchette crecía y sus padres quisieron ponerla a trabajar. Esto le causó tanta pena que todas las noches, oculta bajo las sábanas, sollozaba suavemente. La otra niña se condolía al ver en ese estado a su amiguita. Por la mañana miraba largamente a Búchette y los ojos se le llenaban de lágrimas. Y por la noche, durante su llanto, Búchette sentía que una mano tierna le acariciaba los cabellos y unos labios frescos se posaban en su mejilla.

Se acercaba la fecha en que Búchette debía entrar a trabajar. Sus sollozos se habían hecho casi tan angustiosos como los de la criatura verde cuando la hallaron abandonada ante la caverna de la Becerra. La última noche, cuando el padre y la madre de Búchette estaban entregados al sueño, la niña verde acarició los cabellos de su amiga y la tomó de la mano. Luego abrió la puerta y extendió el brazo hacia la noche. Y así como antes Búchette la había conducido a las casas de los hombres, ella la llevó de la mano hacia la libertad ignorada.

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Paul Auster: Un hombre en la oscuridad

Un hombre inventa historias en la oscuridad, insomne. En el vasto sistema de espejos que suele entablar el autor, la realidad se vuelca trastocada: la guerra de Estados Unidos es en realidad intestina. El joven mago Brick deambula en estado de gracia por los sueños; no entiende nada, pero se entera de que su misión es eliminar a un ente que se llama Blake o Block o Black o Brill, el insomne que se siente dios e inventa historias y crea el mundo en cada instante de su insomnio. El lector pierde a su vez el sueño como una forma de fascinación frente a las páginas del nuevo libro de un autor que se consolida y desde las primeras líneas genera ese estremecimiento gentil que solamente una prosa poderosa puede volver ígnea toda materia. Es tal la madurez de estilo, que se puede establecer una nueva forma de espejeo: si el buen lector sabe adivinar una situación kafkiana, he aquí un hallazgo: la situación polosteriana, como las que transcurren por las páginas de Un hombre en la oscuridad, la nueva novela de Paul Auster, de la cual ofrecemos a nuestros lectores, en exclusiva, el mero inicio de esta explosión de sueños, a manera de adelanto y con autorización de la editorial Anagrama. (Pablo Espinosa)

Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana. Arriba, mi hija y mi nieta están cada una en su habitación, también solas: mi hija única, Miriam, de cuarenta y siete años, que se acuesta sola desde hace cinco, y Katya, de veintitrés, única hija de Miriam, que antes dormía con un joven llamado Titus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nieta duerme sola con el corazón destrozado.

Luz radiante, y luego oscuridad. El sol fulgurando por todos los rincones del cielo, seguido de la negrura de la noche, el silencio de las estrellas, el viento que agita las ramas. Ésa es la monotonía diaria. Llevo viviendo más de un año en esta casa, desde que me dieron de alta en el hospital. Miriam insistió en que viniera, y al principio estábamos los dos solos, junto con la enfermera que me cuidaba durante el día cuando mi hija se iba a trabajar. Luego, tres meses después, a Katya se le cayó el mundo encima, y entonces dejó la escuela de cine en Nueva York y se vino a Vermont a vivir con su madre.

Sus padres lo llamaron como al hijo de Rembrandt, ese pequeño de los cuadros, el niño de cabellos dorados y gorro escarlata, el pupilo distraído que no comprende la lección, la criatura transformada en un joven devastado por la enfermedad que murió a los veintitantos años, igual que el Titus de Katya. Es un nombre maldito, un nombre que debería retirarse para siempre de la circulación. Pienso a menudo en el fin de Titus, la horrorosa historia de su último trance, las imágenes de su agonía, las demoledoras consecuencias de su muerte en mi atribulada nieta, pero no quiero entrar en eso ahora, no puedo caer en ello, tengo que alejarlo lo más posibles de mi pensamiento. La noche aún es joven, y sin moverme de la cama, con los ojos clavados en la oscuridad, en una tiniebla tan impenetrable que no se alcanza a ver el techo, me pongo a recordar la historia que empecé anoche. Eso es lo que hago cuando no logro conciliar el sueño. Me quedo tumbado en la cama y me cuento historias. Quizá no sean gran cosa, pero siempre y cuando no me salga de ellas, me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar. La concentración, sin embargo, puede darme problemas, y las más de las veces mis pensamientos acaban derivando de la historia que pretendo contar a las cosas en las cuales no quiero pensar. No hay nada que hacer. Fracaso una y otra vez, hay más chascos que aciertos, pero eso no quiere decir que no ponga todo mi empeño.

Lo metí en un hoyo. Parecía un buen comienzo, una prometedora manera de poner las cosas en marcha. Situar a un hombre dormido en un pozo, para luego ver lo que pasa cuando se despierte e intente salir trepando. Me refiero a una profunda concavidad en el suelo, de unos tres metros de onda, excavada en forma de círculo perfecto, con paredes verticales de tierra sólida, muy compacta, tan dura que la superficie tiene una textura de arcilla modelada, de vidrio incluso. En otras palabras, cuando el hombre abra los ojos no conseguirá salir del hoyo. A menos que disponga de una serie de aparejos de montaña –martillo y crampones, por ejemplo, o una cuerda para echar un lazo a un árbol cercano–, pero este hombre no tiene herramientas, y una vez que recobre la conciencia, enseguida comprenderá la naturaleza del aprieto en que se encuentra.

Y así es. El hombre se despierta y descubre que está tendido de espaldas, mirando al cielo de un atardecer sin nubes. Se llama Owen Brick, y no tiene ni idea de cómo ha ido a parar allí, no guarda recuerdo alguno de cómo ha caído en ese agujero cilíndrico, que según sus cálculos tendrá aproximadamente tres metros y medio de diámetro. Se incorpora. Para su sorpresa, va vestido con un uniforme pardusco de lana áspera. Tiene la cabeza cubierta con una gorra, y lleva un par de robustas y gastadas botas de cuero negro, bien atadas por encima de los tobillos con una doble lazada. En las mangas de la chaqueta ostenta dos galones, lo que indica que el uniforme pertenece a un militar con el rango de cabo. Esa persona podría ser Owen Brick, pero el hombre del hoyo, cuyo nombre es Owen Brick, no recuerda haber servido en el ejército ni combatido en guerra alguna en ningún momento de su vida.

A falta de otra explicación, supone que ha perdido temporalmente la memoria a consecuencia de algún golpe recibido en la cabeza. Sin embargo, al pasarse la punta de los dedos por el cuero cabelludo en busca de rasguños o chichones, no encuentra indicios de bultos, ni heridas ni arañazos, nada que sugiera la existencia de ese golpe. ¿Qué ha sido, entonces? ¿Ha sufrido algún trauma que le ha mermado las facultades, haciéndole perder el uso de gran parte del cerebro? Tal vez. Pero a menos que le venga de pronto el recuerdo de ese trauma, no tendrá medio de saberlo. Seguidamente, empieza a explorar la posibilidad de que esté durmiendo en la cama, en su casa, atrapado en un sueño extrañamente lúcido, un sueño tan verosímil y absorbente que la frontera entre lo real y lo imaginario se ha difuminado hasta casi desaparecer. Si eso es cierto, entonces no tiene más que abrir los ojos, levantarse de la cama y dirigirse a la cocina a prepararse el café del desayuno. Pero, ¿cómo se pueden abrir los ojos cuando ya están abiertos? Parpadea unas cuantas veces, en un intento pueril de romper el encantamiento; pero no hay hechizo alguno, y la cama mágica no llega a materializarse.

En lo alto, una banda de estorninos atraviesa su campo de visión durante cinco o seis segundos, desapareciendo luego hacia el crepúsculo. Brick se pone en pie para inspeccionar su entorno, y entonces nota que le abulta un objeto en el bolsillo delantero izquierdo del pantalón. Resulta ser una cartera, la suya, y además de setenta y seis dólares estadunidenses, contiene un carné de conducir expedido por el estado de Nueva York a un tal Owen Brick, nacido el 12 de junio de 1977. Eso confirma lo que Brick ya sabe: que es un individuo cercano a la treintena con domicilio en Jackson Heights, en el barrio de Queens. Sabe asimismo que está casado con una mujer llamada Flora y que durante los últimos siete años ha trabajado como mago profesional, actuando principalmente en fiestas de aniversario infantiles por toda la ciudad con el nombre artístico del Gran Zavello. Tales hechos no hacen sino ahondar el misterio. Si tan seguro está de quién es, ¿cómo ha acabado entonces en el fondo de ese pozo, vestido con uniforme de cabo, nada menos, sin documentos, ni placa ni identificación que acredite su condición militar?

No tarda mucho en comprender que escapar de allí es totalmente imposible. La pared circular es muy alta, y cuando le da un puntapié con la bota con idea de hacer una marca y crear una especie de punto de apoyo que le permita escalarla, sólo consigue hacerse daño en el dedo gordo. La noche cae rápidamente, y va haciendo frío, un frío húmedo de primavera que le va calando hasta los huesos, y aunque ha empezado a tener miedo, de momento está más confuso que asustado. Sin embargo, no puede por menos de gritar pidiendo auxilio (…)
http://www.jornada.unam.mx/2008/08/13/index.php?section=opinion&article=a04a1cul

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