Los niños gitanos son el último eslabón de la cadena. El gobierno está preparando normas que tipifican como delito penal la permanencia irregular en el territorio. Con esa excitativa, restan por estudiar 700 mil demandas de regularización, número muy superior a “la cuota” de ingreso establecido por la ley en vigor (que lleva el nombre del jefe del partido de la Liga del Norte, Bossi, y aquel posfascista Fini): no se pueden deportar 700 mil o un millón de personas, porque de acuerdo con la estadísticas hay regulares y no, llamados comúnmente en los medios y por la policía “clandestinos”. Por otro lado, el meollo del sistema de bienestar ha creado el fenómeno de los “cuidadores”, o sea dueños (sobre todo más entre los hombres) de migrantes que se hacen responsables de los niños y ancianos en un país que involuciona muy velozmente: la familia beneficiada que puede permitirse este tipo de asistencia no comprende por qué Úrsula la polaca o Ada la peruana, que vive en casa de los viejos protectores, sean de repente calificadas de criminales prófugas (después de un año y medio de estancia) y sujetas a expulsión.
Pero estos son detalles, en tanto la ola racista no encuentra obstáculos. Todo parece ceder ante los hechos en este clima nacional, mientras una mitad de los italianos declara que se sentiría “a disgusto” tener de vecinos a niños gitanos, cuando la media europea que sostiene lo mismo no supera 25 por ciento y es de 12 por ciento en España. Mientras en Italia los niños gitanos son más de 150 mil –la mitad son ciudadanos italianos–, en España son alrededor de 800 mil. No sólo las cifras desplegadas demuestran el racismo que ha rebasado el lenguaje y la inteligencia común. Los últimos datos sobre nacimientos, de 2007, dicen que el saldo entre nacimientos y fallecidos resulta negativo, pese a que los nacimientos han aumentado y que 10 por ciento de estos son hijos de migrantes. Italia es un país anciano que tiene una desesperada necesidad de jóvenes.
No alcanza con describir el fenómeno, y que el hecho que se nos presenta grosso modo sea lo común en Europa. La dirigencia comunitaria de Bruselas sobre las expulsiones –contra las cuales han protestado los países del Mercosur– no dice cosas muy distintas. Sin embargo marca un límite, amaga con hipocresía, una suerte de tabú, que el Parlamento y la Comisión Europea se cuidan de rebasar: nadie puede ser discriminado con base a su pertenencia étnica, política o religiosa. En otras palabras, la responsabilidad es personal. Si se superaran esos confines, se caería en el racismo, situación que crece en Italia a una velocidad vertiginosa. Y hay hechos que sorprenden, porque aquí está el Vaticano, la Iglesia católica y sus organizaciones (que se resisten a estas medidas) y tenemos una izquierda difusa muy radicalizada, al menos históricamente. Los anticuerpos deberán ser muy tenaces, aunque muchas veces están ausentes.
Nuestro semanario, Carta, le realizó recientemente una entrevista a Ivon Le Bot, estudioso francés de los movimientos indígenas en América Latina, que actualmente analiza los grupos “latinos” en Estados Unidos. La gigantesca manifestación de hace dos años contra la ley de Bush que apuntaba a criminalizar a los indocumentados (como en el caso de Italia), dice Le Bot, se explica con una palabra clave: “dignidad”. Aquel movimiento, según él, no nació tanto como reivindicación material, si no más bien como expresión de dignidad de los trabajadores, de las madres de familia, de los seres humanos, de parte de aquellos que la ley quería calificar como criminales. Y es esto lo que ahora se vislumbra en Italia: que los migrantes y los jóvenes gitanos tomen la palabra y reivindiquen su dignidad. Está sucediendo, pero lentamente, y por primera vez los jóvenes gitanos han constituido una organización y la comunidad migrante se está haciendo presente en la escena pública.
Pequeñas señales positivas existen. La región Lazio (correspondiente a Roma) acaba de aprobar una disposición que, en abierta contradicción con la nacional, asegura a todos los extranjeros –regularizados y no– derechos sociales. Nosotros, desde Carta, habíamos impreso una playera con una sola palabra, “Clandestino”. Invitamos a portarla, como forma simbólica de denuncia, y fue aceptada por miles de personas y muchas organizaciones sociales. La protesta se tendrá que extender a docenas de ciudades contra las exacciones de la toma de huellas digitales de los niños gitanos. Sin embargo, todavía estamos muy lejos de comprender cuan grave es la situación.
* Director del semanario Carta
Traducción: Ruben Montedónico