Es bastante clara la estrategia diseñada por Andrés López Obrador y el FAP en torno a la reforma petrolera. Se trata de echar abajo la iniciativa de Felipe Calderón, de frustrar la iniciativa. Y en caso de que fuese aprobada (en sus actuales términos o incluso más adelgazada), generarle al gobierno un enorme costo político (con vías a su derrocamiento, sospechan muchos y afirma Dolores Padierna). El siguiente paso consiste en preguntar a la ciudadanía su parecer sobre el destino de “nuestro” petróleo (es un decir, pues buena parte de su renta acaba en los bolsillos de gobernadores, altos funcionarios, líderes sindicales y hasta en los casinos de las Vegas). El argumento es políticamente vendible; sobre un asunto tan trascendente no pueden decidir un puñado de ciudadanos (los legisladores, que apenas pasan los 600), por más representativos que sean – aunque muchos no se sienten por ellos representados -, sino que es el pueblo directamente quien debería tomar dicha decisión, o al menos expresarse para que su posición sea considerada por los legisladores. La democracia representativa tiene límites, se dice. En contraparte, se ha dicho con razón, someter esa decisión a la ciudadanía a través del plebiscito no es posible constitucionalmente, pues a nivel federal no existe la figura. Es cierto. A lo cual el FAP replica que se puede introducir en la Constitución para ejercitar la democracia directa en este asunto en particular. Sin embargo, con lo deseable que es adoptar figuras de democracia directa, es cierto que su regulación no es cosa sencilla.
Por más atractiva y deseable que resulte, conlleva varios problemas técnicos. Su regulación exige despejar preguntas como ¿quiénes pueden decidir qué temas deben someterse a la decisión de los ciudadanos? ¿El Ejecutivo, el Congreso, con cuántos votos, bajo qué condiciones? ¿La ciudadanía puede también proponerlo – cosa deseable-, en cuyo caso, con cuántas firmas de por medio? ¿Qué nivel de complejidad técnica puede soportar la participación ciudadana antes de tomar una decisión de gran calado? ¿Cómo debe proporcionarse al ciudadano la información pertinente? ¿Quién formula las preguntas de la consulta? ¿Qué nivel de concurrencia debe exigirse para hacer vinculante el resultado? Y es que la democracia directa se presta no sólo para complementar la democracia representativa – algo sano – sino también para evadirla – algo insano. Quien dispone de una mayoría en el Congreso, evitará el plebiscito pues no lo necesita, y en cambio se arriesga a perder en él. A la inversa, quien no cuenta con una mayoría parlamentaria, intentará bajar el tema a la ciudadanía. Entonces, para evitar que un partido minoritario recurra al plebiscito en cada asunto que pierda en el Congreso, o que un presidente que haga lo propio, las figuras de democracia directa deben reglamentarse con suma atingencia. No todas las decisiones públicas pueden ni deben someterse a la ciudadanía, o el resultado sería la parálisis gubernamental. Desde luego, temas tan trascendentales como una reforma petrolera (o la despenalización del aborto) justifican ese recurso. Pero reglamentar la democracia directa tomaría mucho tiempo, lo que desde luego beneficiaría al FAP en su intento por echar abajo la reforma calderonista.
Por eso mismo, el FAP ha venido anunciando que hará su propia consulta, misma que, de hacerse sin visos de formalidad, no gozaría de mucha confianza, pues podría hacer la pregunta a modo – lo cual es clave – además de que a su convocatoria asistirían sólo – o casi – quienes comparten su rechazo a la reforma calderonista. Además, ¿quién garantizaría la pulcritud del proceso y la fidelidad del resultado – pues no podría ser el IFE -, sobre todo tras haber visto cómo se las gasta el PRD en sus procesos electorales? Y ahí es donde viene la hábil maniobra de Marcelo Ebrard. Más allá de no compartir esencialmente su postura sobre la reforma, debemos reconocer que políticamente hizo un excelente movimiento político: en la capital sí se hará una consulta popular con cariz oficial, pues está prevista en el estatuto capitalino. Es cierto que se trata de una reforma federal, por lo cual no podría someterse a plebiscito, pero ¿por qué no una consulta, siendo un tema de elevado interés general? Puede decirse – aun con razón – que las consultas son parte de una táctica “dilatoria y provocadora”, pero ahí donde se celebren satisfarán el deseo de participar del 78 % de los ciudadanos (según una encuesta nacional de Gea-Isa, entre otras). De ahí el desafío que hace Ebrard a todos los gobernadores; preguntar a sus gobernados qué quieren. A menos que teman el resultado, reta Marcelo.
El resultado de esas consultas probablemente será desechado por la mayoría de legisladores, pero quedarían como desdeñosos de la voluntad ciudadana que dicen representar. Y en un tema como el petróleo, eso se ve bastante mal. Lo dicho por el subsecretario Jordy Herrera, en sentido de que “la población está participando de muchas maneras (como por ejemplo) siguiendo las discusiones”, no generará demasiado entusiasmo cívico (30/V/08). ¿A eso debe reducirse la expresión ciudadana? ¿A ver los debates (los que puedan) minimizados además por los medios oficialistas? Está pues ya estructurado el alegato para justificar la previsible movilización contra la reforma petrolera; un puñado de legisladores “entregan” nuestro petróleo a intereses extranjeros (simbolizados por Juan Camilo Mouriño) “por encima del pueblo”, que exigía ser tomado en cuenta y no lo fue. Y ante tal atropello – se dirá con vehemencia -, no es posible quedarse cruzados de brazos. En eso consistió la sagaz jugada política de Ebrard. El gobierno, supongo, estará preparándose para el cantado escenario de la movilización (¿o lo tomará por sorpresa?